21.10.2025
No se puede negar que el super
clínico universitario de Salamanca se muestra como una espectacular
construcción, por su atractiva y aparente modernidad. Claro que, de un hospital,
más que la apariencia, lo que precisa contener en sus adentros es sabiduría y buena
respuesta a las necesidades sanitarias de quienes somos sus dueños y señores
por haber pagado el invento.
Los políticos y toda la banda de
la mamandurria seguramente sacasen pecho inaugural con risas de
autosatisfacción, mientras pasaban viejas facturas, a nombre de contrincantes y
obsesivos ciudadanos en eso de la protesta inconformista ante el cochambroso estado
sanitario que por estas tierras reluce más que el sol que dora sus espigas.
Y para justificar tal afirmación
se me viene al recuerdo ese amigo de juventud que hace unos días me mostraba
desesperado la bolsa de orina que lo lleva y lo trae martirizado entre
infecciones y escapes de licores urinarios, mientras pasa los meses como si tal
cosa en una lista de espera que le está machacando la vida.
El caso es que mi reconocimiento agradecido
hacia todo lo que tiene que ver con el personal profesional sanitario (y meto
en el mismo baúl a quienes visten bata blanca, traje de celador o mono de faena)
lo mantengo desde siempre y desde siempre dejé constancia de tal opinión en los
medios que acogieron a lo largo de los años, de muchos años, las palabras que salieron
de esta pluma que por vieja anda ya cojitrancamente cansada.
Claro que entre tanto grano es
posible que tengamos la desgracia de toparnos con ese personaje sombrío que
puede joderte la visita hospitalaria.
Pero la excepción no puede
emborronar lo que frecuentemente es digno de ser valorado en ese trato que
recibimos y merecemos, vuelvo a reincidir, como empresarios que somos todos de
la cosa medical público sanitaria.
Fijé mi diana muchas veces en
quienes logran, por incompetencia, desorganizar el tinglado sanitario por el
simple hecho de llegar al mismo sin tener pajolera idea del asunto. Pero sobre todo mi punto de mira se colgó de
los políticos que nombran a toda esa banda de ineptos que viven bajo la nómina
que sale de los bolsillos ciudadanos. Políticos que, mostrándose como valedores
de la ineficacia más lamentable que puede padecerse, buscan en el parche
palabrero y buscavotos fórmulas propias de tracaleros que ansían seguir
chupando del bote que mantiene, vía impuestos, privilegios y chupandurrias.
Y mira por dónde, ese hospital
grandioso, exuberante y novísimo, hace unos días me dejó verle las tripas inaceptablemente
asumibles en su barraca de urgencias. Lo de menos son las seis horas que estuve
en aquella estancia estilo camarote de los hermanos Marx, ya que otra gente
hablaba de diez o más horas. Horas que, entre pruebas y usos indebidos de aquel
departamento, gracias a un proceso de listas plomizamente alargadas en la
medicina general, hace que el tiempo allí gastado no deba ser tenido en cuenta.
Aquel espacio me recordó por un
momento las cutres salas de espera de las estaciones del ferrocarril, cuando,
amontonados como sumisos viajeros de la tercera clase, tomábamos asiento sobre
las endebles maletas de cartón raído. Aunque he de reconocer que la limpieza,
la luz y la calefacción nada tienen que ver con aquellas estancias ferroviarias
que separaban a la gente por clases sociales bajo la bendición de una
dictadura.
Escribí muchas veces, por otras experiencias
vividas en el vetusto clínico derribado, aquello de que las horas de
hospital paralizan el tiempo, pero dan grandes dosis de reflexión y experiencia.
Y volví a sentir lo mismo. Otra
vez jóvenes médicos, muy jóvenes, así como jóvenes enfermeras, muy jóvenes,
resarcieron con su profesionalidad y atenciones el sufrimiento de una tediosa
pernoctación en una sala de espera abarrotada y un pasillo donde, aparcados
como camionetas sin destino, se amontonaban camillas y sillas de rueda: una
visión tercermundista en un hospital con perfume a inauguración reciente.
¡Recoña! que avisen que
para ir al hospital de marras los acompañantes han de llevar de casa una silla
o una almohada para sentarse en el suelo. Si no se hace esto, es posible que
sea necesario volver a urgencias con el pobre acompañante que se jodió la
cadera gracias a las horas que estuvo de pie.
Que en pleno siglo XXI haya que
pasar por una tortura tan demencial en un espacio hospitalario recientemente
construido, es para señalar a quienes, con nuestra pasta, diseñaron tal
engendro, y pasarles la correspondiente factura.
¿Pero cómo es posible que en un
hospital recientemente inaugurado no se tuviera la previsión del número de
usuarios que podrían acudir demandando ayuda urgente?
No quiero ni imaginarme qué puede
ocurrir cuando la gripe cabalgue masivamente en próximas fechas por esos
pasillos donde huele a cabreo y derroche interminable de paciencia.
Sí puedo imaginar a los
profesionales de la medicina en ese departamento de urgencias sufriendo el
acoso y todas las situaciones propias de unas inadmisibles condiciones de
trabajo. Médicos y enfermeras por lo que viví hace unos días, se dan con todo lo
que tienen, dejando patente su disgusto ante lo que, ajeno a su responsabilidad,
sigue en esta tierra, como siempre, dando el cante.
Por esto me sigo situando en el
balcón del alma con mi aplauso hacia ellos, agradecido, y repudiando a quienes
ejercen violencia o cualquier tipo de amenaza por haberse doctorado como
médicos transitorios de este tiempo en las demenciales facultades de Internet.












