Releo este artículo que publiqué en mi columna de El Adelanto hace tropecientos años y caigo en la cuenta, de que seguimos en la misma trayectoria del fracaso, a la hora de domar a estos mulos retrógrados que ven a la mujer, un objeto de su propiedad.
Cuando no reconocemos que somos seres egoístas por
naturaleza, podemos llegar a la increíble desfachatez de capacitarnos para
crear micromundos donde poder diseñar nuestros reinados. Luego es sencillo
convencernos de que nuestra palabra es la verdad y de que incluso lo que
aseveramos tiene el rango de ley por salir de nuestras intolerantes molleras.
El ser humano puede lograr esto e incluso superar todo lo que ha ido
sorprendiéndonos a lo largo de la historia.
Dentro de los
componentes humanos injustificables, el machismo es una de esas especialidades grotescas
que se esgrimen, cuando se convierte en un signo inherente al individuo que osa
autocomplacerse con una absurda lucha por mantener la supremacía del género
masculino, frente a esa avalancha de conquistas, para él injustas, que va
logrando con toda justicia la mujer.
El
machorro ibérico lo fabricamos en plan hortera cañí desde tiempos inmemoriales
y aunque se van dando adaptaciones paulatinas a la época que vivimos, la
especie se resiste a entregar sus armas de consumados acaparadores de los espacios
de la mujer. Pero qué quieren que les diga, ese machista arcaico y ridículo, a
veces puede ser graciosillo, cuando se ve claramente que no va más allá de la
apariencia, pues, si aparece la mujer sensata y defensora de sus derechos, se
agazapa ridículamente en sí mismo tratando de adaptarse a la situación. Incluso
cuando aparece el machito tipo playa convulsión con taparrabos, tarzán a lo
burro, podemos reír la gracia por entender que este estereotipo de personaje
está en plena decadencia.
Lo que sí debe
preocuparnos seriamente es que el machismo se introduzca en las entrañas de individuos
cerrados que no son capaces de cuestionarse su conducta depravada. Si la mujer
se convierte en objeto intrascendente, y su dignidad como ser humano cae en la
más baja de las humillaciones, sintiéndose presa pasiva de una reivindicación
placentera que viene promovida por un obsoleto derecho marital, deben encenderse todas las alarmas de la
autodefensa, pues dejar que una azotea mal alicatada compulse como justificado
el acto violento, que brota del instinto más animal del hombre bestia, puede
estar inaugurando el preámbulo de una tragedia anunciada. Las mujeres
asesinadas impunemente por sus parejas van llenando las páginas de sucesos como
una constante. Son necesarias medidas más rápidas y contundentes, a la hora de
desplegar esa ayuda necesaria que desatasque, en la mujer aturdida por ese
acoso violento, la toma de decisiones. Mientras seguimos educando a los niños
en ese camino de la tolerancia y el respeto, esta sociedad tiene la obligación
moral de hacer algo más. No puede ser que cada cuatro días una mujer pierda la
vida simplemente porque tuvo la desgracia de enamorarse de un espécimen con
aspecto de ser humano que se creyó dueño de su existencia. Ver trabada la
autoestima, sentir el peso de la violencia y el terror a una sombra sospechosa,
que es dueña, por medio del terror, de todos nuestros actos, debe ser tan
traumatizante, que seguimos comprobando como que se anula en la mujer el
sentido común de forma tan desgraciada que incluso renuncia a la autodefensa
natural que podría salvar su propia vida.
Cuando estos individuos despreciables
maltratan a sus parejas creyéndose dioses nacidos para poseer y aleccionar,
debe haber algún prototipo de respuesta cercana a ese núcleo familiar
destructivo que, nos avise de que alguien puede estar regresando peligrosamente
a los primeros tiempos de la evolución humana. Ése es el único momento posible
para que acudamos a los cuerpos de seguridad exigiendo una rápida intervención
en esa vivienda cercana donde una mujer puede estar sufriendo la más ruin de
las vejaciones humanas. No intervenir en este tipo de dramas, por precaución o
miedo a presuntas represalias, puede llevarnos a que en breves fechas nos
sintamos como intrusos dentro de nuestro propio corazón al ir caminando con la
cabeza gacha, llorando detrás de un ataúd.
Publicado en el diario El Adelanto el 16.10.2005
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