J. M.
Ferreira Cunquero
La señora Engracia acaba de recibir la
noticia de que otro de sus hijos ha ingresado, contra su voluntad, en la gran movida
que sigue extendiéndose cual interminable plaga silenciosa. Lo han despedido
del trabajo, no porque fuese mal currante, sino porque la empresa de
electrodomésticos en la que llevaba veinte años no ha vendido ni un ventilador
en toda la temporada.
La señora Engracia maldice su nombre
porque ahora, de repente, le suena a chiste. Por eso su vozarrón retumba en el
patio pidiendo justicia, mientras recuerda a familiares y afines de los
políticos más relevantes del momento. Según ella, este país se ha metido en un
proceso gripal que acojona. Y como para la gripe no hay pócima efectiva, la
señora Engracia recomienda que nos tomemos, el tembleque agudo que nos chinga
la armonía, como un curso intensivo para sobrellevar, después, las febriles
agujetas.
La señora Engracia, con su ridícula
pensión de pobre, dice que ya no tiene ni para darle un cacho de pan a los
cuatro vástagos que, mirando al cielo, les ha dado por soñar que se fugan entre
nubes.
Y es que mientras las filas del paro destilan
desesperación por todos los rincones patrios, hay compatriotas molestos por el chirriante
sonido que, acalorado, surge del cabreo nacional que, para mí, acaba de
estrenarse. El griterío ira subiendo el tono, no porque gobierne la derecha a
golpe de insolvente ingenio, sino porque se ha esfumado la esperanza
progresista, gracias a las izquierdosas componendas que pasaron por aquí tocando
la gaita hace cuatro días.
Lo peor es observar cómo este gobierno
asimila el cabreo callejero, con la seguridad de que la afonía irá apagando el
grito. Vamos, que lo que mola es seguir en la ceguera, sin reconocer que la crítica
callejera cada vez se convoca con más soltura, mientras el caduco argumento
democrático del “cada cuatro años” suena ya como a chorrada.
Mientras tanto, eso sí, un ejército de
incompetentes, en nuestro nombre, posiblemente seguirá pegándose un buen morreo
con la banca.
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