J. M. Ferreira Cunquero
Reconozco que la tertulia que
formamos una banda de amiguetes ha rozado la locura. Es posible que el mismo
diablo, que habitó las cuevas de esta Salamanca (según dicen hace siglos),
emergiese de extraños alcoholes, y entre risas hurgase lumbres que ocultaban el
mal humo de alguna rabieta.
Todo empezó cuando abandonamos a
propósito, en una céntrica tasca de la ciudad, un libro que sólo su autor y
quienes lo han pagado aseguran por ignorancia que puede ser de poesía. Ocurre
que, cuando las molleras tienen escasitas luces para alumbrar el porche, suelen
derrochar pasta con soltura aunque nada más sea por alzar el cuello en
cualquier esbozo cultural de poca monta.
El ejemplar nauseabundo al que me
refiero es todo un amasijo de ideas caducas, que dan el cante bajo el soporte
de una prosa que tiene de literaria lo que un servidor de obispo. Los
tropezones lingüísticos no dejan ver un verso ni por asomo, y el incoherente
uso gramatical esgrime el atroz intento, cosa poco extraña en tan osado junta
letras, de reinventar la lengua de Cervantes.
En el texto se escondía, para qué
negarlo, un altar a la gilipollez humana que surge cuando, insensatos, los
ignorantes se revuelcan en harina, esperando amanecer dorados como el trigo.
Después de ser despreciado el
libro por curiosos dueños circunstanciales, sin que nadie lo hiciese suyo,
decidimos buscar la forma de abandonarlo en algún lugar acorde con su
pestilente olor a intrascendencia.
Para estas cosas del cachondeo,
hemos de reconocer que el vino, comedidamente utilizado, despeja de tal forma
los agarrotamientos musculares de la risa, que el rito protocolario nos sumió
en cierto abandono con tufillo a pitorreo. El diablo hizo de las suyas,
apoderándose vilmente de nuestra conciencia hasta hacernos entrar en trance.
Ahí se terminó la poca cordura que nos quedaba, esfumándose la seriedad en
quienes pensábamos ser incapaces de destruir aquel superficial y fútil bodrio.
Tan fuertes fueron los espasmos
de genialidad y ocurrencia que provocó aquel recital que nos dimos, que la
chavalería que abarrotaba la taberna escapó de sus asuntos para estar pendiente
de los nuestros.
Mientras el fuego se comía aquel
vano proyecto que intentó, sin conseguirlo, arrejuntar alguna estrofa, juramos que
cada añada en la media noche de San Juan, hemos de proponer otro libro que no
merezca, según nuestro criterio, gozar de existencia alguna. Más claro quedó (y
eso es lo que me hace coserme la boca) que nunca revelaremos el nombre del
autor elegido para este jocoso encuentro con el libre albedrío que tanto nos
congratula, por ser uno de los principios tertulianos que perseguimos desde
siempre.
Esto es lo que me causa cierto
desasosiego, pues es toda una desgracia para el
mundo del espectáculo que quien firma tan repelente libro no se dedique
al mundo del humor, donde brillaría como un astro. Y es que jamás nos hemos
reído como aquella noche, en que superamos con creces nuestro machacón interés
por los entresijos del marujeo cultural que nos rodea.
Como ya sé que para estas resacas
la Aspirina
poco hace, me cogí la Música de aldaba, que Blanca
Sarasua ha hecho sonar como pocos en el ambiente poético de
este tiempo. Con ella y con uno de los libros más recientes y emocionantes que
he leído en mi vida, y cuyo autor es un tal Antonio Sánchez Zamarreño,
he logrado olvidarme del sofoco provocado por tan atrevido “poeta” y de quienes
pagaron con dinero ajeno la bazofia.
De todos modos, si quienes
sufragan estos montajes no reciben la crítica de sus mecenas…, pues eso, a
seguir, que la risa es el mejor brebaje para matar el tiempo.
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