He caído en la cuenta de que apenas quedan unas horas para que los cohetes anuncien la llegada del Padre Putas y sus muchachos para hacernos correr, metiéndonos el susto en el cuerpo por las calles del barrio.
Sí, hoy es la fiesta de la patrona del barrio Virgen de La Vega y ando encandilado en la niñez que recorría patios y degustaba entre vecinos la frescura del anochecer entre portales. Es por esto por lo que necesito rescatar, aparte de a aquellos padres que siguen atizando a mi lado la vida, a otras gentes que resurgen como signos de vitalidad y existencia.
Y es que está esperando, en el rincón más ilusionante de la plaza del barrio, el señor Celes con su carromato de manjares golosinas y, preparando el carrete de su máquina, Teófilo (el tan recordado Retra) vive la emoción de poder testificar con su maestría el asalto de la mocedad a la cucaña. Un vecino suyo, Isidro, volverá a contarnos cómo se construyeron las casas y cómo nunca pensó en las reformas interiores que los vecinos, a base de esfuerzo, han ido llevando a cabo.
Una niñez que solo pudo ser única y diferente gracias al barrio que, como dijo el insigne periodista Enrique de Sena pregonando el festejo hace años, tenía que levantar una escultura a quienes lo diseñaron por el acertado trazado, que se adelantaba a un tiempo encorsetado en la construcción de barrios que se levantaban hacinando a la gente más humilde en colmenas y hormigueros. El barrio de la Vega, barrio de las casas pobres, como lo llamaron por ser construido más allá del río, lejos del centro de la ciudad, era fruto de un proyecto, que sustituía los materiales empleados con cierto hedor a pobreza, por la habitabilidad y la convivencia social, que con los años fue dándole un carácter digno del más refutado estudio. Los arquitectos nos regalaron a los niños con la amplitud de los patios y las esquinas, espacios para bosquejar la creación de aventuras y sueños.
A mi regreso definitivo a Salamanca, tuve la fortuna de vivir de nuevo tres años en el barrio y prestarle mi tiempo como vocal de cultura, en aquella asociación de vecinos que presidía mi admirado Luis Rodero. Horas compartidas de ilusión al lado de mi compadre y amigo Jesús Vicente y de personas tan maravillosas en todos los sentidos, como el señor Vicente, (todo un personaje por su espíritu de servicio hacia los demás); Eladio Ratero, al que mi cariño inalterable venía de largo por su comprensión hacia quienes más que clientes de su tienda eran vecinos necesitados muchas veces de comprensión y fianzas. No puedo dejar en el olvido a Fede Chico, grandísimo y reconocido fotógrafo, ni a Maribel, una de las más geniales actrices que conozco.
Fuimos capaces, durante mi vinculación asociativa, de inscribir el nombre de nuestro barrio con letras de oro en la movida cultural de Salamanca, por medio de la poesía. Los recitales organizados en el centro cívico, con la participación de los mejores y más representativos poetas del panorama literario salmantino, llegaban a su culmen en el teatro abarrotado de Caja Duero con la intervención de una relevante figura de la escena. Con la ayuda de Luis Calvo Rengel, que se partió el pecho por aquella actividad, logré, como representante de la cultura del barrio, traer a Salamanca a Joaquín Dicenta, uno de los grandes actores de aquella saga familiar tan importante y reconocida a nivel nacional.
Pero esa historia cultural merece más atención en otras líneas. Ahora solo puede tener cabida ese momento en el que, vistiendo el pantalón corto del domingo, hay que ir a la plaza y meterse en el juego. El día va a ser largo, muy largo, pues al anochecer la verbena nos llevará a todos a la plaza y sus entornos, para vivir y fortalecer, sin darnos cuenta, los lazos de una convivencia que los vegueños llevamos como algo natural en la mochila.
En mi recuerdo cobran vida quienes me lo dieron todo en los años de la infancia. Por eso ahora, que más allá de las estrellas disfrutan del descanso que se ganaron, deben renacer con toda la fuerza de su energía entre nosotros.
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