J. M. Ferreira Cunquero
Seguimos empeñados en prefabricar
este mundo bajo el perfume de los petrodólares y el ruido de los euros que
chirrían en los lugares más deprimidos del planeta, donde el hombre es un
individuo sin derechos, abandonado a su propia mala suerte. De todos modos es
más fácil pensar en el tercer mundo para describir en nuestros internos deseos
la falsa creencia de que aquí, en este primero de los mundos, vivimos como nos
place. Todo porque tenemos dos monitores de televisión y un coche más o menos
que puede competir con el último modelo que se compró el vecino del cuarto.
Es muy sencillo dejarse llevar por
el impulso de la maquinaria del consumo que mueve las piezas sociales, como si
estuviéramos todos concursando en un “gran hermano” que nos incita a
interpretar nuestro pobre papel de hombres vacíos. La sociedad lentamente ha
ido levantando muros, que van separando lentamente a los individuos, de tal
forma que una pantalla de PC y un teclado se van convirtiendo en sustitutos del
roce con el amigo que nos puede dejar ver la ternura en los ojos cuando le
miramos de frente.
Vamos galopando en compañías
ficticias por las praderas de los tiempos, que nos hacen creer protagonistas de
esta historia que nos ha tocado vivir en los años de la mutación de valores y
búsquedas que autoabastecen nuestro espíritu colapsado por el estrés y la prisa. Los cambios en
este primer mundo mueven la máquina voraz del consumismo, que busca complacer los
deseos con comodidades que no dejan de ser caprichos adaptados a nuestra forma
de vida ultramoderna.
Y claro, al estar organizada nuestra
vida bajo estos parámetros de momento insustituibles, hemos modificado nuestro
comportamiento, de tal forma que algunos aspectos humanos de la convivencia
denuncian seguramente la frialdad típica de esta época. La peor parte de esa
huida hacia los personalismos decorados insistentemente con las parafernalias
“del tener”, las pagan entre otros nuestros ancianos, por formar parte de la
estructura más débil, pero más certera al poner entredicho nuestra gran organizada confusión social. Un
anciano enfermo es todo un problema para quienes tenemos que usar nuestro
tiempo medido al segundo, o cuando la agenda de nuestras aspiraciones exige que
cumplamos metódicamente con nuestros compromisos vitalistas con el ocio.
Divertirnos, para liberar la acumulación de los fatigosos enredos que nos
persiguen el ánimo, es mucho más importante que mirar a quienes nos trajeron a
la vida, porque es muy complicado someterse a su incapacidad demoledora.
Es despiadado comprobar cómo en la
época vacacional se aparca a los ancianos en los centros de salud. Es tan fácil
conseguir un ingreso hospitalario cuando se tiene a la enfermedad como única
compañera de viaje, tan fácil deshacernos de quienes nos rompen la armonía de
nuestro derecho a vivir sin problemas, que estamos convirtiendo este mundo
primero del capitalismo y las globalizaciones en un lugar que será extraño para
nosotros mismos dentro de pocos años.
Nunca debemos olvidar que la vejez está detrás de una puerta
que el tiempo nos abrirá de repente un día, sin que nos hayamos percatado de
que nos movemos ya en ese borde que marca el final del breve trecho recorrido.
Debe ser angustioso preparar la
maleta para salir de esa casa, donde la vida acomodó esencias y rostros
convertidos en retratos que cuelgan sobre paredes que ahora pinta en la
oscuridad el silencio. Y estos ancianos, los de la maleta y el viaje mensual,
son unos privilegiados cuando los hijos con todo esmero se adecuan a sus
necesidades de convivencia y cariño. Tampoco causan mayor problema aquellas personas
mayores que, disfrutando de sus facultades mentales a pleno rendimiento,
deciden entrar en residencias donde se colman todas sus aspiraciones y
necesidades.
El problema, el increíble problema
de nuestra sociedad son los ancianos olvidados a su suerte. Todos aquellos que
viven y padecen la enfermad en solitario, sin nadie que les arrope con un poco
de cariño el dolor que se les acumula en el alma. Aunque el código civil obliga
a que se cuide a los progenitores necesitados de ayuda, ¿cómo va a denunciar un
padre o una madre a un hijo por falta de atención?
Todo
se complica en estos hormigueros de frialdad y hormigón con los que hemos ido deshumanizando
las ciudades, permitiendo que sea más certera la soledad que embarga a quienes
se encuentran, por circunstancias de la vida, solos.
Aunque los ayuntamientos y los
servicios sociales dependientes de las comunidades autónomas, en esta materia
van dando pasos, éstos son todavía tan cortos que estamos lejos de solucionar
esta problemática que, seguramente, muchos de los que hoy estamos disfrutando
sanos la mediana edad de la vida, padeceremos impotentes en apenas unos
años.
Sólo hay que comprobar las listas de espera que tienen las
residencias solventes y fiables de ancianos. Otras por su precio son
impensables para quienes tienen míseras pensiones, que injustamente resarcen el
montón de años de esfuerzo, que fueron fundamentales seguramente para lograr lo
que ahora todos disfrutamos. De este modo fluctúan, apareciendo y
desapareciendo, esos sórdidos antros residenciales donde se trata a nuestros
ancianos cual si fueran carne de cartón para el desecho.
Esta brutal
deshumanización que nos conmueve (sobre
todo cuando se denuncia en TV y vemos las dramáticas imágenes) consigna la
sonada carencia de lugares precisos para que nuestros mayores vivan con
dignidad bajo el derecho universal que les asiste. Su fragilidad para
defenderse ante las dentelladas de la vida debe exigirnos a todos la rotunda
respuesta de compromiso, que busque conseguir que nadie, por razones de edad,
sea abandonado a la soledad o al
silencio. Tampoco deberíamos olvidar que son precisas ayudas claras para
quienes están dejándose la piel y la salud por sus mayores. La demencia senil o
el Alzheimer examinan, de una forma contundente, la salud familiar en esa
respuesta única y contundente que debe sustituir la falta de medios
institucionales.
Algo más debemos dar
de nosotros mismos, si queremos erradicar estas contradicciones que delatan, en
el escaparate social, las vitrinas constantes de las incongruencias que
resaltan una deshumanización encubierta.
La falta de respuesta que debe darse
y exigirse a las instituciones va supliéndose a base de parches y compromisos
de gente entregada a darse a los demás, como pueden ser los grupos parroquiales
que, desde la Iglesia, tratan de suplir, con sus actividades y visitas, la
soledad de los ancianos. Los centros de día en las ciudades, por otro lado,
demuestran su indiscutible labor en este campo. Pero nos falta mucho por hacer
en este camino que se enrosca en las dificultades, propias de una sociedad que
busca continuamente en las respuestas materialistas el sosiego de sus
interminables carencias.
El progreso y el avance hacia todo tipo de metas y
conquistas seguirá marcando las pautas de una globalización emergente, que
busca resistir los envites del futuro, dentro de las coordenadas más solventes
de la actividad económica. Problemas como la soledad, el abandono, el hambre o
la injusticia seguramente sean pequeños costes asumidos que no trastocarán los
planes indestructibles de los poderosos hombres del planeta.
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