J. M. Ferreira Cunquero
Me niego a dejarme invadir por la tristeza cuando acabo de saber que Marcelino Camacho se ha ido al otro lado del cosmos, para inquirir -imagino- quizás en el hábitat del sosiego la enésima meditación que esboce otras luchas contra la prepotencia insistente y despiadada del capitalismo.
Hoy quiero sentirme feliz, muy feliz recordando en las Comisiones Obreras de mi tiempo andanzas y aventuras, bajo la impregnación de un hombre total e irrepetible. Marcelino es uno de los más claros ejemplos representativos de una izquierda sólida en los ideales que la siguen sosteniendo. Nada que ver con este otro bobalicón izquierdismo que se mueve entre moquetas y bambalinas, mientras farda de haber luchado en la imaginación contra la dictadura fantasma del pirulí. Arribistas de tres al cuarto, que ahora incluso estiran el pescuezo por el traje del momio, mientras adaptan el careto de rojillos descolorados para posar en la foto mezquina que sirve para cuatro segundos de goce.
Marcelino vivió para los demás, entregado a la noble causa que dignifica al hombre cuando es consciente de que sin libertad la vida no pasa de ser una esclavitud que fustiga los cimientos básicos de la condición humana.
La grandeza del maestro sindicalista, como la de otros españoles de aquella época del silencio, donde sólo podían vivir sacando pecho los listos, es la de haber perdonado con el corazón, bajo la tutela de un convencimiento pleno que sólo podía ansiar en las gentes de bien la convivencia entre todos nosotros.
Esta sabiduría de lo cercano no la pregona un docto personaje de la movida del intelectualismo gremial, sino un obrero carismático, poblado de sencillez y altruismo. Un hombre que deja para siempre en la cárcel el odio. No hay cuentas pendientes. Sólo sirve la evolución hacia la conquista de las libertades desde el sindicalismo práctico que viene abriéndose camino desde la clandestinidad por los desiertos de una dictadura que ha escamoteado todo tipo de derechos a la clase trabajadora.
En los pactos de la Moncloa, (tan recordados estos días) Marcelino demuestra su empeño en asentar la democracia, mientras es blanco de críticas que brotan de las entrañas de las Comisiones Obreras y de otros sectores del mundo sindical y político de la izquierda. No todos pueden comprender el valor que Marcelino le da a la concordia sin caer en la tentación pueril de los ignorantes, que hablan de rupturas y ridículas valentías que pueden reabrir baños de sangre o escenas decimonónicas donde podemos liarnos otra vez a garrotazos.
Es verdad que como Marcelino Camacho hubo otros personajes que sufrieron la trena y su correspondiente guarnición de torturas y vejaciones, propias de aquel franquismo estrafalario que da la nota internacional en manos de sus paupérrimos y estrambóticos personajes. Marcelino atesora la virtud de un carisma sobrecogedor, que sólo puede brotar con sensibilidad exacta en gente buena. El líder obrero nos ejemplariza hasta el final de su vida con una trayectoria intachable, propia de quienes nacieron para dar su vida por sus semejantes con ese gesto que enaltece al ser humano cuando es capaz de vencer el susurro egoísta que nos empuja sin ética alguna hacia el sórdido mercadeo del nauseabundo materialismo.
Todo un honor haber aprendido compartiendo aquel talante que sigue vivo en la frescura de su incombustible arenga, reiterando que es posible la utopía de aspirar a un mundo más justo donde podamos saborear por fin el fruto de la igualdad.
Publicado el diario El Adelanto de Salamanca 02.11.10 y en El Asdelanto de Zamora 03.11.10
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