J. M. Ferreira Cunquero
La herencia unamuniana es uno de los
legados universales que pertenece a todos los que nos introducimos en esa
aventura que descubre al gran maestro como un amigo que aviva desde la
eternidad el sentimiento humano, cerca de nosotros, por medio de la palabra.
Lejos de esta explosión conmemorativa
en la que no puede fallar el oportunismo chabacano de quien bebe en el cuenco
cultural analfabetismos trasnochados, llega a Salamanca, para suerte nuestra,
un rastro de autenticidad de la mano del pintor vasco Ignacio Ipiña.
Tuve la gran fortuna de conocer a este
virtuoso de lo profundo, que te atrapaba en un derroche de intelectualidad
desprendida con la que te hacía vivir y comprender su pintura.
Ignacio Ipiña, no llega a Salamanca
para colgar sus cuadros en el enmarque preconcebido para esta efeméride tan
justa y necesaria que celebramos. No. El pintor principia esta idea hace años
como un proyecto existencial, que se acomoda en lo más profundo de su afán
creativo. Su amor por todo lo que representa Unamuno y su obra lo tiene
atrapado en un éxtasis de creatividad ilusionante, que le hace perdurar en la
idea de dar con las claves de esta exposición que hoy inauguramos felizmente en
Salamanca.
En aquellos años, tengo la gran fortuna
de acompañarle por alguno de los lugares de nuestra provincia y no puedo por
menos que impresionarme al comprobar que el Mirador de la Code en las Arribes, Ledesma
o el Huerto de Fray Luis, ante sus ojos se muestran como santuarios que le
emocionan con verdad, por formar estos parte del camino que discurre por esta
tierra que traza con fuerza las huellas de Unamuno.
Paseando por Salamanca, Ignacio se
hechiza en estos rincones que cobijaron la mirada del profesor más amado. Una y
otra vez, de forma incansable recorre el camino que Unamuno hiciera en tantas
ocasiones desde su casa a ese monumental conjunto de piedras que guarda, como
un tesoro, en su alma el epicentro de las humanidades que hicieron brillar a la Salamanca universitaria
de otro tiempo.
Años más tarde, en Bilbao, con gran
sorpresa y emoción, Ignacio nos deja contemplar en su acogedor estudio los
primeros cuadros que desde hoy podemos ver en la sala de Santo Domingo. Ipiña
está entregado por aquellas fechas en cuerpo y alma a desentrañar con sus
pinceles las huellas de Unamuno. Rastrea libros y cava con ahínco en su
privilegiada memoria los surcos donde florecen las referencias unamunianas que
tienen que acompañar sus cuadros.
Esta exposición, al no haber sido
preconcebida para este año conmemorativo, tiene esencias de desnudez y
pertenencias al enclave intemporal donde se alza de forma excelsa la figura universal de Unamuno. Ignacio Ipiña dialoga
con el color, interpretando formas que, desde su particular atalaya creativa,
dejan un pálpito personal lleno de perspectivas sorprendentes. La luz, en manos
de Ipiña matiza la insinuación ambiental, que acomoda lo que podemos presentir
más allá de las certeras pinceladas.
Doy por seguro que esta tarde, desde el
otro lado de las horas, de la mano de
Ignacio, Unamuno recorrerá la exposición con nosotros. Desde el rito
emocional que el arte promueve, podremos escuchar sus tenues voces, si somos
capaces de abandonarnos en silencio por las hermosas rinconadas bilbaínas o por
estas calles que nos atrapan en su incansable abrazo de piedra.
Publicado en el diario El Adelanto de Salamanca 15.05.12
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