J. M. Ferreira Cunquero
Detalle Basílica de la Natividad de Belén. Foto jmfc |
Se me revuelven las tripas cuando
algún excéntrico personaje de la bobería pública, pensando en sus cuatro
acólitos seguidores, predica sentando cátedra. Más me cabrea aún que se ataquen
por sistema algunas de nuestras tradiciones.
Escuchar que alguien quiere
abolir la palabra Navidad de un alumbrado público o de cualquier manifestación institucional,
la verdad, sin rodeos, da asco.
Lo de esta pobre gente es un desliz chapucero para el sentido
común que, desde las poltronas del poder, ansía tamizarnos el cerebro, mientras
se erigen en precursores de una libertad color rojillo pálido agonizante, que
es la leche.
Según ellos, deberíamos celebrar
el solsticio de
invierno, en vez de esta fiesta que en diciembre reúne a personas trasnochadas
alrededor de una historia increíble. Y es que estas molleras del sector
iluminado por insulsas verdades progresistas, propone paraísos libertarios, mientras
en cualquier coto social al uso, dan caza a tradiciones y costumbres.
Lo de estos voceros suele ser un exabrupto
más de esta tortura a la que se nos somete cuando surge el disparate como fruto
de un árbol izquierdoso cañí, que no acaba de centrarse en la cosecha.
Y es que estamos “jartos” de que
nos unten el coco con la basura subliminal que pretende que nos volvamos
gilipollas repentinos o desmemoriados inconsecuentes.
Aquí que sepamos no hay
obligación de adorar a nadie ni de recordar cosa alguna bajo coacción o amenaza.
La Navidad
puede despertarnos el deseo de poner un abeto o el de darnos un barrigazo
contra cualquier trauma insuperable que nos persiga. ¡Allá cada uno con sus
pretensiones y apetencias! Pero claro, tocar las napias a costumbres que están
entroncadas en las raíces del pueblo, a parte de ser una torpeza, es un desliz
contra el que, al menos quienes creemos en la libertad sin ataduras a intereses
partidistas, debemos pronunciarnos sin miedo.
Es Navidad, y pese a que en estas
fechas sintamos que nos inunda cierta melancolía que reclama raciones de
tristeza intocable, el simple reencuentro con los olores y los sabores
familiares que perduran en lo más íntimo de nuestra identidad humana, merece la
pena. Más aun si vemos en los niños cercanos, lejos del consumo manipulador,
esa felicidad radiante de la que eclosiona la sonrisa anual más inocente.
Lo reconozco, gracias a estos
chorras, este año, he rescatado el añejo Nacimiento que dormía en el más
absoluto de los olvidos y he escrito una carta a los Reyes Magos, solicitándoles
que me gestionen mi baja definitiva en la agenda del rollizo anciano “cocacolo”.
Lo siento, pero me paso al bando de lo tradicional que degusta en estas fechas
el buen turrón de La Alberca,
la escarola con granada y el reencuentro con los familiares y amigos. Sí, ese
bando en el que nos incluimos todos los cristianos y quienes, más allá del
sentido religioso, se identifican con el trasgresor espíritu de la Navidad. Trasgresor
para quienes se columpian en los espacios extra modernistas que bombardean sistemáticamente,
como si tal cosa, las usanzas que son parte de nuestra identidad como pueblo.
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