24 de diciembre de 2017

QUE SEA NAVIDAD

J. M. Ferreira Cunquero

Detalle Basílica de la Natividad de Belén. Foto jmfc
Se me revuelven las tripas cuando algún excéntrico personaje de la bobería pública, pensando en sus cuatro acólitos seguidores, predica sentando cátedra. Más me cabrea aún que se ataquen por sistema algunas de nuestras tradiciones.

Escuchar que alguien quiere abolir la palabra Navidad de un alumbrado público o de cualquier manifestación institucional, la verdad, sin rodeos, da asco.

Lo de esta  pobre gente es un desliz chapucero para el sentido común que, desde las poltronas del poder, ansía tamizarnos el cerebro, mientras se erigen en precursores de una libertad color rojillo pálido agonizante, que es la leche.

Según ellos, deberíamos celebrar el solsticio de invierno, en vez de esta fiesta que en diciembre reúne a personas trasnochadas alrededor de una historia increíble. Y es que estas molleras del sector iluminado por insulsas verdades progresistas, propone paraísos libertarios, mientras en cualquier coto social al uso, dan caza a tradiciones y costumbres.

Lo de estos voceros suele ser un exabrupto más de esta tortura a la que se nos somete cuando surge el disparate como fruto de un árbol izquierdoso cañí, que no acaba de centrarse en la cosecha.  

Y es que estamos “jartos” de que nos unten el coco con la basura subliminal que pretende que nos volvamos gilipollas repentinos o desmemoriados inconsecuentes.

Aquí que sepamos no hay obligación de adorar a nadie ni de recordar cosa alguna bajo coacción o amenaza. La Navidad puede despertarnos el deseo de poner un abeto o el de darnos un barrigazo contra cualquier trauma insuperable que nos persiga. ¡Allá cada uno con sus pretensiones y apetencias! Pero claro, tocar las napias a costumbres que están entroncadas en las raíces del pueblo, a parte de ser una torpeza, es un desliz contra el que, al menos quienes creemos en la libertad sin ataduras a intereses partidistas, debemos pronunciarnos sin miedo.

Es Navidad, y pese a que en estas fechas sintamos que nos inunda cierta melancolía que reclama raciones de tristeza intocable, el simple reencuentro con los olores y los sabores familiares que perduran en lo más íntimo de nuestra identidad humana, merece la pena. Más aun si vemos en los niños cercanos, lejos del consumo manipulador, esa felicidad radiante de la que eclosiona la sonrisa anual más inocente.

Lo reconozco, gracias a estos chorras, este año, he rescatado el añejo Nacimiento que dormía en el más absoluto de los olvidos y he escrito una carta a los Reyes Magos, solicitándoles que me gestionen mi baja definitiva en la agenda del rollizo anciano “cocacolo”. Lo siento, pero me paso al bando de lo tradicional que degusta en estas fechas el buen turrón de La Alberca, la escarola con granada y el reencuentro con los familiares y amigos. Sí, ese bando en el que nos incluimos todos los cristianos y quienes, más allá del sentido religioso, se identifican con el trasgresor espíritu de la Navidad. Trasgresor para quienes se columpian en los espacios extra modernistas que bombardean sistemáticamente, como si tal cosa, las usanzas que son parte de nuestra identidad como pueblo.

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