J. M. Ferreira Cunquero
Parece mentira que el estado democrático
sea tan permisivo con ciertas iniquidades, que se incrustan dentro de su
sistema, hasta ser aceptadas como si fueran fruto del amplio espíritu de
libertad. Cuando estos abusos tienen como objetivo la caza de gente asequible para llenar el cajón de los euros, todavía es más
deleznable.
En muchos programas podemos
comprobar cómo lanzan preguntas gancho los trileros televisivos que,
organizados cual si fueran auténticas mafias de las ondas, animan a la gente
más sencilla a que conteste vía telefónica auténticas gilipolleces que las sabe
hasta un niño de tres años. Cuanto más fácil es la preguntita de marras, más
gentío descolgará el teléfono para dejar un montón de dinero en las cuentas de
estos estafadores que campan por la pequeña pantalla en todo tipo de horarios.
Ofrecer medio kilo de pelas de
las de antes, por responder a la preguntita de cómo se llama la esposa del
actual rey de España, es buen anzuelo para pescar un montón de incautos en las
riadas de gente que, por falta de recursos, precisa dar rienda suelta a sus
inalcanzables sueños materialistas.
Es increíble que, quienes deben
protegernos de estos tramposos organizados, miren para otra parte mientras la
fechoría se lleva a cabo de forma pública y notoria. Qué más da..., si la rueda
social gira atolondrada por estos vericuetos, donde los listos siguen como
siempre haciendo su agosto.
No puede quedar ajena a estos
timos barriobajeros toda esa publicidad, que subliminalmente lanza grandes
dosis de incitación consumista bajo la falsa incitación que va a solucionarnos,
desde la caída del cabello, hasta la pérdida de muchos kilos -fíjate tú-, sin
dejar de papear lo que plazca. Y, ¿qué decir de los que promocionan productos
para lavar la ropa? Estos, desde los tiempos de Carolo cíclicamente dan con fórmulas
y añadidos que te dan ganas de salir corriendo a lavarte los gayumbos para
sentir en las partes más blandas, el sosiego de la frescura que dan (esto lo
sabemos todos) los tan socorridos limones del Caribe.
Mucho más incisivos son esos
anuncios que hacen creer que, al usar la colonia propuesta, las pibas se
abandonan en el trance de su fragancia, olvidando el careto que tenga el gachó
que se dé el mágico pringue.
Para rematar el desaguisado,
tenemos esos canales de la zafia cutrería, donde unos farsantes, teatreros de
poca monta, que dicen ser adivinos, se entregan (manipulando al televidente) a
una labor tan sencilla como es la de prestar atención a quienes sufren la dramática
persecución de la soledad más espesa. Estos lugares canallescos que embaucan a
tanto iluso convencido de que alguien, manejando unas cartas, puede resolver el
galimatías de un incierto futuro, es la prueba de una dejación inadmisible en
quienes están obligados, desde las instituciones públicas, a no permitir la
emisión de estos programas en el espacio audiovisual español.
Todo este tipo de subterfugios
repugnantes está diseñado por estas asquerosas cadenas, para dar con un público
vulnerable, al que se le puede convencer fácilmente de que cuanto acontece
dentro de su puñetera pantalla es palabra divina.
Las estafas y atracos a los que
somos sometidos de forma tan impugne, junto a los anuncios engañosos que ansían
atrapar en sus redes a un montón de pardillos, deberían tener la respuesta de
una Administración que, en esta temática, simula estar de vacaciones perpetuas.
Al menos eso parece.
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