7 de enero de 2018

LA PREGUNTA DEL MILLÓN




J. M. Ferreira Cunquero

Parece mentira que el estado democrático sea tan permisivo con ciertas iniquidades, que se incrustan dentro de su sistema, hasta ser aceptadas como si fueran fruto del amplio espíritu de libertad. Cuando estos abusos tienen como objetivo la caza de gente asequible para  llenar el cajón de los euros, todavía es más deleznable.
En muchos programas podemos comprobar cómo lanzan preguntas gancho los trileros televisivos que, organizados cual si fueran auténticas mafias de las ondas, animan a la gente más sencilla a que conteste vía telefónica auténticas gilipolleces que las sabe hasta un niño de tres años. Cuanto más fácil es la preguntita de marras, más gentío descolgará el teléfono para dejar un montón de dinero en las cuentas de estos estafadores que campan por la pequeña pantalla en todo tipo de horarios.
Ofrecer medio kilo de pelas de las de antes, por responder a la preguntita de cómo se llama la esposa del actual rey de España, es buen anzuelo para pescar un montón de incautos en las riadas de gente que, por falta de recursos, precisa dar rienda suelta a sus inalcanzables sueños materialistas.
Es increíble que, quienes deben protegernos de estos tramposos organizados, miren para otra parte mientras la fechoría se lleva a cabo de forma pública y notoria. Qué más da..., si la rueda social gira atolondrada por estos vericuetos, donde los listos siguen como siempre haciendo su agosto.
No puede quedar ajena a estos timos barriobajeros toda esa publicidad, que subliminalmente lanza grandes dosis de incitación consumista bajo la falsa incitación que va a solucionarnos, desde la caída del cabello, hasta la pérdida de muchos kilos -fíjate tú-, sin dejar de papear lo que plazca. Y, ¿qué decir de los que promocionan productos para lavar la ropa? Estos, desde los tiempos de Carolo cíclicamente dan con fórmulas y añadidos que te dan ganas de salir corriendo a lavarte los gayumbos para sentir en las partes más blandas, el sosiego de la frescura que dan (esto lo sabemos todos) los tan socorridos limones del Caribe.
Mucho más incisivos son esos anuncios que hacen creer que, al usar la colonia propuesta, las pibas se abandonan en el trance de su fragancia, olvidando el careto que tenga el gachó que se dé el mágico pringue.
Para rematar el desaguisado, tenemos esos canales de la zafia cutrería, donde unos farsantes, teatreros de poca monta, que dicen ser adivinos, se entregan (manipulando al televidente) a una labor tan sencilla como es la de prestar atención a quienes sufren la dramática persecución de la soledad más espesa. Estos lugares canallescos que embaucan a tanto iluso convencido de que alguien, manejando unas cartas, puede resolver el galimatías de un incierto futuro, es la prueba de una dejación inadmisible en quienes están obligados, desde las instituciones públicas, a no permitir la emisión de estos programas en el espacio audiovisual español.
Todo este tipo de subterfugios repugnantes está diseñado por estas asquerosas cadenas, para dar con un público vulnerable, al que se le puede convencer fácilmente de que cuanto acontece dentro de su puñetera pantalla es palabra divina.
Las estafas y atracos a los que somos sometidos de forma tan impugne, junto a los anuncios engañosos que ansían atrapar en sus redes a un montón de pardillos, deberían tener la respuesta de una Administración que, en esta temática, simula estar de vacaciones perpetuas. Al menos eso parece.

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