J. M. Ferreira Cunquero
Qué sería de nosotros sin esos
tracaleros de la palabra, a los que pagamos un buen pastamen por no ser más que eso, charlatanes con un careto más duro
que el granito. Gentuza esa, a los que les importa un céntimo de euro
desdecirse, bajarse de la burra por un lado y montarse por el otro; olvidar de
dónde vienen cuando les viene bien vendernos el dónde van y mentir mientras
imaginamos cómo les crecen más de un metro las napias. Son los rastrojos del
condominio patrio, los auténticos brotes verdes de las ingenierías
conspiratorias, que están jodiendo a conciencia lo poco sano que le queda a
nuestra endeble democracia. Una democracia que es incapaz de igualarnos a todos
ante la ley, como puede comprobarse con todo lujo de referencias en estos días en
los que campa el unte y el choriceo, como imparable costumbre de golfos y
maleantes, que se nos han pegado cual parásitos a la chepa.
Y es que no hay forma de creernos, que
aquí somos los putos amos de este invento, por más que intenten hacernos creer,
los más listos de la clase, que nuestro papel social no pasa de ser unos pobres
tontainas, que no aprenden a separar la mala hierba de la espiga.
Una vez que hemos asimilado que los
políticos son imprescindibles dentro del ámbito democrático, es hora ya de
señalar con el dedo a los inútiles tragaldabas,
que sin oficio ni beneficio se convirtieron, gracias a un buen apadrinamiento,
en profesionales del sí mi amo; obedientes sujetos, que se han
trasformado en meros valedores de quienes, en las alturas, solo piensan en
mantener caliente el cojín de un escaño; un escaño donde se escoñan tantas
veces las buenas propuestas de algunas Señorías.
Pero el problema, el grave problema es
que abundan los ilustres beneficiarios del mamoneo
cual si fueran una banda de estómagos agradecidos que, sin haber cotizado ni un
solo día a la Seguridad Social, pueden permitirse el lujo de dirigir el cotarro
con todo tipo de intolerables deslices contra la razón.
Pero todo da igual ante estos doctos del
disparate, que inventan parafernalias y linimentos, mientras se viste de
riguroso luto la pobreza que, como una plaga imparable muerde los cachiruelos
de la cosa familiar por todas partes.
Hipócritas de medio pelo, que mientras
se baten el cobre contra el aborto, tratan a pelotazos a quienes viven (con
olor a salitre y terror) buscando cerca de nosotros la morada.
Es la caterva de los hijos del dólar y
el euro, que no suelen desdecirse (aunque sea por mera humanidad) de lo que
todos hemos visto en el cajón más atontado de la casa. No se enteran o no
quieren enterarse de que han vuelto a caer en las redes de la mentira, mientras
injustamente, otro montón de muertos, copa el espacio de los hijos que nunca
llorarán las madres.
Pensar que pudo haber barcazas de
parsimonia quedas como mudos testigos ante el banquete de muerte que el mar se
daba, es para vomitar antes de bajarse definitivamente de este país, donde se puede
seguir vendiendo humo sin pagar peaje.
No hizo falta matar a nadie, porque
ellos solitos se fueron ahogando. Después, -lo hemos visto- se da un “glorioso
recibimiento” a los haraposos mendigos de la nada al tocar nuestra tierra. Dio
igual que les faltasen las fuerzas, o que acabasen de ver cómo un montón de
compañeros de viaje había perdido la vida a su lado. Lo importante, lo que
debía hacerse (cumpliendo órdenes estrictas seguramente) era devolverlos, como
si fueran un manojo de berzas, al terreno marroquí, donde los derechos humanos
forman parte de la gran falacia que tratan de vender nuestros indigestos
vecinos.
Quizás esté llegando la hora en que
debamos preguntarnos, muy seriamente, si nos merecemos que este atajo de
incompetentes maneje nuestro destino, o si seremos nosotros los culpables de
esta pasividad que les permite vivir del cuento a nuestra costa.
Pero, ¿qué ha pasado para llegar a este
estado, donde la incompetencia es un diploma exigido para llegar al orgasmo del
poder? ¿Alguien tiene esperanza de que esta muchedumbre de ineptos pueda salvar
este país de la hecatombe? Pregunto. Vamos…, por si alguien tiene la ocurrencia
de pensar que todavía es posible creer en esta partitocracia bochornosa...
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