Relato de la Pasión:
J. M. Ferreira Cunquero
Dibujo: Andrés Alén |
Como un mezquino
miré hacia los adentros y sentí vergüenza de ser tan miserable. Humillado bajé la mirada deseando cavar con los ojos
allí mismo mi tumba…
UNOS MESES ANTES…
Venía formando
parte de aquella caravana que había partido de Damasco con tres camellos
cargados de metales para la herrería, cuando paramos en Cafarnaum para rezar en
la sinagoga y darle descanso a los animales.
El sol plomizo
dejaba caer sin piedad un fuego incandescente sobre las calles desiertas. El
ambiente reseco, como una infusión de esparto y arena, rascaba la boca y la garganta.
Por eso me extrañó, al salir de la fonda, ver a aquel gentío al final de la
calle, en silencio, frente a una de las casas.
Aunque estábamos a
punto de partir hacia Jerusalén, la curiosidad hizo que me acercase a aquella
multitud para saber qué pasaba.
-
¿Se
puede saber qué ocurre?
-
Está
dentro de esa casa el Nazareno.
-
¿Y
ese quién es?
-
Jesús
el Nazareno, ¿no has oído hablar de él? Hace milagros en nombre de Yahvé; sana
y cura enfermedades sin solución y hasta ha resucitado -según cuentan- a varios
muertos.
Aquella respuesta
me pareció tan propia de fanáticos demenciales, que no le habría prestado
interés alguno si no hubiese sido por la curiosidad de saber quién podía ser
aquel nazareno.
De repente los
gritos de algarabía brotaron de la casa de tal modo, que la gente que estaba en
la calle comenzó a alabar a Yahvé mientras saltaban abrazándose de
alegría: ¡milagro!, ¡milagro!
Una anciana que
estaba cerca de mí me agarró del brazo mientras me decía:
-
Jesús
ha sanado a la suegra de uno de sus discípulos.
La situación era
tan grotesca, que estuve a punto de reírme de forma incontrolada ya que no
podía entender cómo un charlatán de poca monta podía ser capaz de reunir a
tantos partidarios, y mucho menos que se entregaran de forma tan alocada a
creencias y paganismos que solo pueden brotar de endemoniadas y oscuras hechicerías.
¿Cómo era posible
que se pudiera llegar a creer que un desvergonzado de mala calaña lograse
resucitar a los muertos?
Cuando anunciaban
la partida de la caravana, me quedé paralizado al ver salir de aquella casa a
Jesús, Jesús el hijo de José. No podía dar crédito. Aquel al que yo conocí y
con el que había compartido una parte de la vida, era el personaje que esperaba
ver aquella gente.
Por más que traté
de acercarme a él fue imposible; la muchedumbre lo cercaba tratando de tocarle
la túnica blanquecina que vestía.
Estaba consternado
ante aquella situación incomprensible. Pero, ¿en qué locura se había hundido
aquel inolvidable compañero de aventuras?
Grité cuanto pude:
-
¡Jesús!,
¡Jesús! ¡Soy Josafat!, el hijo de Adiel.
Era tanta la
algarabía que le circundaba que no pudo oírme. Mientras caminaba consternado
hacia la caravana de la que ya habían partido los primeros camellos, me di la
vuelta para ver cómo Jesús se introducía de nuevo en la casa.
El viaje hacia
Jerusalén se me hizo eterno. Me moría de ganas por referir a mi anciano padre
lo que había presenciado.
El recuerdo
abonaba en la mente el deseo de inquirir a la pobre memoria, para que me trasladase
a aquellos años de la infancia, cuando al lado de Jesús pasé las horas más
conmovedoras e imborrables que recuerde. Juntos habíamos ido a la sinagoga,
compartimos enseñanzas y en los peñascales y en las cuevas vivimos las fértiles
horas de la niñez perdida.
Emparentadas por
lazos hilvanados en la antigüedad, las dos familias convivimos y compartimos
cuanto teníamos, hasta que la relación se vio truncada cuando un viajante
egipcio le propuso a mi padre que se hiciese cargo de una de las mejores
herrerías de Jerusalén.
…..
Pasaron apenas
unos meses desde aquel extraño encuentro en Cafarnaúm cuando en el templo los
sacerdotes denunciaron al que llamaban pecador de Nazaret con todo tipo de injurias
e imputaciones.
En silencio
escuché aquellos cargos que, dirigidos contra mi recordado amigo, refutaban mi
total convencimiento de que había sido tocado por algún tipo de locura
incurable.
Estaba metido en
estas aflicciones, cuando mi pobre padre inició el camino final hacia la
tierra. Todo a mí alrededor, en aquellas fechas comenzó a oler a desgracia y
pesadumbre.
En tan lamentables
días, me enteré de que Jesús había sido condenado a muerte de cruz por Poncio
Pilato, prefecto de la provincia romana de Judea.
El martillo caía
sobre el yunque espoleando mi zozobra, mientras me autoconvencía, de que no debía
acudir a presenciar su ejecución. Yo no podía ver colgado del madero a quien
compartió a mi lado los felices años de la infancia. Menos aun podía permitirme
que los sacerdotes pudieran descubrir mi parentela con el reo.
Mentalizado, urdí
mis pobres miserias hasta convencerme de
que ya nadie podía salvar a Jesús pues, presa de aquel mal de ojo que le tenía cegado,
había cometido la osadía, en su delirio,
de asegurar ante el sumo sacerdote que tenía reinos en otros mundos.
……
No sé qué extraño
viento, en el interior de mi corazón, me empujaba a traspasar la ciudad para
verlo por última vez. El aliento me ahogaba el pulso y en la conciencia
puñaladas de irracionalidad desbocaban mi furia…
Desde lejos pude
ver la cruz vacía y cómo un grupo pequeño de seguidores envolvían en la tela
blanca su cuerpo.
Aunque vi a María,
no tuve valor de ir a darle un abrazo por miedo a la guardia romana.
Mis intereses
comerciales no podían ser trastocados por el impulso de acercarme a quien había
caído en desgracia por su demencia.
Humillado, volví a
bajar la mirada deseando cavar con los ojos mi tumba… cuando descubrí que aquellos
clavos tiznados con su sangre habían salido de mi herrería.
Amargamente lloré
mientras el cielo se partía en mil fracciones y un temblor de ausencias
abrazaba la ciudad como si allí estuviese despertando el infierno.
Me perdí por la
urbe mientras la gente asustada corría despavoridamente por las calles.
La consternación
me agarrotó los sentidos cuando llegue a casa y vi que mi padre…
Publicado en la revista Christus 2017
Publicado en la revista Christus 2017
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