26 de enero de 2017

LOS CACHALOTES DE FRANCO Y LA GUARDIA CIVIL



 Basado en la historia que me contó el gran pintor bilbaino, Ignacio Ipiña cuando de la mano de él y de la poeta Blanca Sarasua, recorrimos la impresionante Vizcaya.

 J. M. Ferreira Cunquero

Me niego a pensar que, pegarle dos zambombazos desde una cañonera a un par de bichos tan inmensos como el arco iris, pueda cobijar algún atisbo de hazaña que deba ser incluida dentro de la paciente y noble actividad de la pesca. Yo lo llamaría más bien recolección de animales sembrados sobre el padre mar, para disfrute de altos cargos o semejanzas.
         El caso es que Franco se fue a pescar cachalotes al Cantábrico. Desconozco si hubo mucha dificultad a la hora de perseguir a los citados pescaditos o si éstos estaban atados con cadenas al oleaje, pues tengo una ligera idea de que el viejo régimen en estas cosas del ocio del general tenía algo atrofiado el ingenio. Tampoco he podido averiguar si aquel problema bochornoso se suscitó al negarse Doña Carmen a cocinar los dos pececillos, o si el asunto se desbordó al no disponer, en aquella época, de un frigorífico en el Pardo que pudiera conservar semejantes criaturas. Por ello seguramente diría el Nodo, (el “coñazo” del cine dominguero), que los cachalotes, en todo un gesto de bondad caritativa del “generalísimo”, habían sido donados a los diversos asilos de ancianos del país vasco.
         El motor propagandístico y toda la parafernalia protocolaria franquista no había caído en la cuenta de que, mientras se decidía cómo repartir aquel imponente material, el sol había zurrado lo suyo, y que los ancianos, por muy necesitados que estuviesen de proteínas, seguramente no habían perdido el gusto de su experto paladar. Tanto fue así que los encargados del despiece no pudieron aproximarse, ante el fétido olor nauseabundo de los cachalotes a más de trescientos metros de éstos.
         Quiero recordar que uno de los cetáceos lo habían “aparcado” en el puerto de Bermeo, mientras que el otro permanecía varado en una playa de la zona, esperando que las altas esferas de la dictadura resolvieran tan oloroso asunto.
         Como a la gente le apremiaba una solución ante aquel espectáculo hediondo, las prisas propiciaron un desenlace que no habría podido superar ni Steven Spielberg harto de vino. Una orden de obligado cumplimiento fue bajando por toda la cadena de mando: -“Haga usted desaparecer esos cachalotes como sea”. Y como no podía ser de otra forma, la guardia civil fue el último eslabón donde se aposentó tan importante y disparatado encargo.
Ciertamente, en estas cosas extrañas del sistema franquista, la Benemérita era fiel cumplidora por cuestión de obediencia de todo tipo de mandatos. Por esto seguramente fue por lo que no hubo más remedio que poner a trabajar la imaginación, de tal forma que me produce reparo colocarme en el lugar de los guardias, que al fin recibieron la orden más estrambótica y genial que podría producirse. No se trataba de hacer desaparecer dos tencas de nada... 
A uno de los cachalotes, siguiendo órdenes concretas, se le llenó la panza de cartuchos de dinamita, pensando que la marea se llevaría el desperdicio sin que quedase huella del desaguisado que el general más general de todos los generales había montado con aquella cacería o actividad pesquera desorbitada.
 La gente, provista de mascarillas y todo tipo de artilugios, soportó estoicamente el perfume vomitivo, mientras presenciaba uno de los hechos más inolvidables que seguro recordarán mientras vivan. 
El zambombazo fue de tal intensidad que los pedazos del repugnante pececillo se diseminaron por todo el contorno como si fueran papel de fumar. Los árboles adornados con aquella fétida decoración, perdieron la pajarería durante semanas y la gente, con la resignación que había que tener en aquella época de silencio, muerta de risa, eso sí, tuvo que respirar aquel olor nauseabundo, mientras Franco seguramente seguía recibiendo lisonjas y agradecimientos por su gran gesta caritativa. 

Publicado en Tribuna de Salamanca....hace mil años.


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