Basado en la historia que me contó el gran pintor bilbaino, Ignacio Ipiña cuando de la mano de él y de la poeta Blanca Sarasua, recorrimos la impresionante Vizcaya.
J. M. Ferreira Cunquero
Me niego a pensar que, pegarle dos zambombazos desde una
cañonera a un par de bichos tan inmensos como el arco iris, pueda cobijar algún
atisbo de hazaña que deba ser incluida dentro de la paciente y noble actividad
de la pesca. Yo lo llamaría más bien recolección de animales sembrados sobre el
padre mar, para disfrute de altos cargos o semejanzas.
El
caso es que Franco se fue a pescar cachalotes al Cantábrico. Desconozco si hubo
mucha dificultad a la hora de perseguir a los citados pescaditos o si éstos
estaban atados con cadenas al oleaje, pues tengo una ligera idea de que el
viejo régimen en estas cosas del ocio del general tenía algo atrofiado el
ingenio. Tampoco he podido averiguar si aquel problema bochornoso se suscitó al
negarse Doña Carmen a cocinar los dos pececillos, o si el asunto se desbordó al
no disponer, en aquella época, de un frigorífico en el Pardo que pudiera
conservar semejantes criaturas. Por ello seguramente diría el Nodo, (el
“coñazo” del cine dominguero), que los cachalotes, en todo un gesto de bondad
caritativa del “generalísimo”, habían sido donados a los diversos asilos de
ancianos del país vasco.
El motor
propagandístico y toda la parafernalia protocolaria franquista no había caído
en la cuenta de que, mientras se decidía cómo repartir aquel imponente
material, el sol había zurrado lo suyo, y que los ancianos, por muy necesitados
que estuviesen de proteínas, seguramente no habían perdido el gusto de su
experto paladar. Tanto fue así que los encargados del despiece no pudieron
aproximarse, ante el fétido olor nauseabundo de los cachalotes a más de
trescientos metros de éstos.
Quiero recordar que uno de los cetáceos lo
habían “aparcado” en el puerto de Bermeo, mientras que el otro permanecía
varado en una playa de la zona, esperando que las altas esferas de la dictadura
resolvieran tan oloroso asunto.
Como a la gente le apremiaba una
solución ante aquel espectáculo hediondo, las prisas propiciaron un desenlace
que no habría podido superar ni Steven Spielberg harto de vino. Una orden de
obligado cumplimiento fue bajando por toda la cadena de mando: -“Haga usted
desaparecer esos cachalotes como sea”. Y como no podía ser de otra forma,
la guardia civil fue el último eslabón donde se aposentó tan importante y
disparatado encargo.
Ciertamente, en estas cosas
extrañas del sistema franquista, la Benemérita era fiel cumplidora por cuestión
de obediencia de todo tipo de mandatos. Por esto seguramente fue por lo que no
hubo más remedio que poner a trabajar la imaginación, de tal forma que me
produce reparo colocarme en el lugar de los guardias, que al fin recibieron la
orden más estrambótica y genial que podría producirse. No se trataba de hacer
desaparecer dos tencas de nada...
A uno de los cachalotes,
siguiendo órdenes concretas, se le llenó la panza de cartuchos de dinamita,
pensando que la marea se llevaría el desperdicio sin que quedase huella del
desaguisado que el general más general de todos los generales había montado con
aquella cacería o actividad pesquera desorbitada.
La gente, provista de mascarillas y todo tipo
de artilugios, soportó estoicamente el perfume vomitivo, mientras presenciaba
uno de los hechos más inolvidables que seguro recordarán mientras vivan.
El zambombazo fue de tal intensidad que los pedazos
del repugnante pececillo se diseminaron por todo el contorno como si fueran
papel de fumar. Los árboles adornados con aquella fétida decoración, perdieron
la pajarería durante semanas y la gente, con la resignación que había que tener
en aquella época de silencio, muerta de risa, eso sí, tuvo que respirar aquel
olor nauseabundo, mientras Franco seguramente seguía recibiendo lisonjas y
agradecimientos por su gran gesta caritativa.
Publicado en Tribuna de Salamanca....hace mil años.
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