26. Julio. 2016
Ayer celebrábamos
el Santiago y, como muy bien decía mi primo Ángel José, hasta los guardiñas
portugueses cruzaban la frontera para venir a saludar al abuelo; un hombre
respetado y querido por su don de gentes y su sabiduría de hombre cabal.
Pero hoy tocaba
celebrar Santa Ana al lado de la abuela Rosa, junto a los primos que siguen
en Figueruela de Abajo metidos en las tareas del terco surco y del ganado, que
en Aliste es parte inconfundible del paisaje.
Allí la armonía
familiar era tan sencilla, que disfrutábamos queriéndonos y, de la misma forma
que en la casa de los abuelos, eclosionaba aquella alegría que nos fue grabando
a fuego el ansia permanente de volver.
Un temblor de
emociones surge al recordar a la abuela Rosa (santa mujer en mis querencias)
cuando buscaba reunirse conmigo, en el escaño de aquella inolvidable cocina,
para contarme sus cosas. La abuela me fue enamorando de las palabras alistanas
que con tanta frecuencia utilizo y por las que tantas veces me han recriminado
al pronunciarlas o escribirlas. Dicen que se me nota un gozo exageradamente
extraño cuando explico que son parte del lenguaje que me ha ido forjando el
alma. No hay palabra que defina el espacio mollar de la caricia o la suavidad
de la hogaza, como ese “dondio” que a mi lado me resucita el tacto de los míos,
que ya partieron, después de haber dejado su verdad en los amados territorios de
la vida.
Volver a
Figueruela desde la memoria siempre, para agradecer lo que nos ha dado. Porque
esa es la clave de la raíz y de la tierra que nos ha poblado lo que somos de
querencias y sabores, de perfumes a jara y brezo, de imágenes tan nítidas que
podemos ver los negrillos dando sombra al atardecer en el camino hacia la
Ribera. Sonidos de unas campanas que yo pude comprobar cómo hablaban en las
privilegiadas manos de mi padre, mientras mi abuelo orgulloso me decía que
nadie como él había sido capaz de sacar aquellos léxicos del corazón de bronce.
Por eso necesito
volver al terruño, para ser y sentir… como hoy, cuando me recordaron que era
Santa Ana. Lo había olvidado, porque mi madre permanentemente arropa con su
recuerdo el cariño inmortal, que me hace sentir de forma certera el susurro de
su voz a mí lado.
… Y es que todos
los días son Santa Ana en las honduras que afianzan su permanencia
como parte inseparable para siempre.
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