Por julio regreso a Aliste
J .M. Ferreira Cunquero *
Al iniciarse julio, cada año, Zamora
vuelve a incendiar en lo más profundo de mi memoria la permanente fogata de mis
pertenencias.
Todavía en Salamanca no entienden los
allegados cómo puedo, sin haber vivido jamás en las tierras zamoranas, mantener
fresco y permanente un afecto tan enamorado de una tierra que sólo alimentó (me
apostillan) en sus surcos mis raíces. No
pueden entender que, en mis libros, siempre vaya un poema dedicado al hogar
sencillo del interior más calmo y sincero que, en la mi Zamora, existe como
una parte indivisible, pegada siempre a las páginas indispensables que va
escribiendo con extremada avidez el tiempo.
Por haber sido sus pechos la fuente primera que
amamantó mi aventura, le dedico unos versos en mi libro Trashumancia del delirio, a la “pastorcita”
más especial que para mí tuvo Aliste en toda su historia. El ilustre poeta zamorano, Jesús Hilario
Tundidor, al recibir tan humilde poemario, me expresó su emoción, por descubrir
signos de sintonía con un poema que pariese su ilustre pluma hace años.
dad por escribir,
pensando en mi madre, unas letras que puedan recordar, una vez más, a todos los
rapaces y rapazas que por la
Sierra de la
Culebra perdieron la mocedad en aquellos lugares silenciosos
donde, al anochecer, descendía del cielo más estrellado un edredón, quizás
religioso, arropándoles el miedo. Como mi madre, Ana, decenas de “rapacicos” vivían
de forma permanente en el monte. Aquel sistema de vida, que hoy puede
parecernos absurdo, sustentaba unas arcaicas y obsoletas creencias que, trasmitidas
de padres a hijos, se trasformaban en un código hereditario familiar de
obligado cumplimiento. Mientras que mi abuelo Santiago (carabinero de
fronteras), por haber corrido mundo, introdujo nuevas fórmulas para exprimir el
campo con mayor beneficio, y otras maneras más acordes para explotar el ganado,
hubo muchas familias, como la de mi madre, que se resistieron a entrar en
aquellos atrevidos cambios que osaban, entre otras cosas, dar cobijo en los
corrales por la noche a las ovejas.
Mi madre, como toda aquella “rapaciada” de su época,
tuvo la desgracia de pertenecer al grupo más conservador, a la hora de mantener
intactas las costumbres. Pero ella guarda como un tesoro en el rostro, del
padre sol alistano su esencia y del viento rumor que en Peña Mira es un grito, la
piel curtida por su limpieza palpable.
Como mujer alistana, viste con dulzura el conformismo
y, cual si fuera una espiga vital el pasado, acepta sin preguntarse qué hacia
con doce años en aquella soledad del monte, descifrando las primeras incógnitas
de su existencia.
Quizás, al llegar el festejo de Santiago Apóstol, es cuando
más insistentemente aguijonea la sangre las frágiles sedas del alma. Regreso a
Figueruela de Abajo, a revivir el despertar del día, entre sonidos de potes y
perfumes inolvidables de brezos y jaras. Las voces de los abuelos subiendo de
la cocina al “sobrao”, con la magia intocable que sigue bebiendo en el vasar de
los recuerdos, entre neblinas, donde una moral yergue desde siempre sus verdes
junto al fresco portal de la iglesia.
Julio, ya digo, es un mes dolorosamente especial que
me ata inconfundiblemente a Zamora, como me ata en primavera ese incomparable
Miércoles Santo, cuando la noche abre sus carnes oscuras y, embelesados en su
sombra cofrade, silenciosos penitentes se entregan a meditar el camino, la dura
vereda de la verdad y del hombre. Zamora rendida, trasformada en Calvario
inimitable de piedra, lugar amado, como pasión viva, que vuelve, que torna a la
sierra, junto a mi madre, junto a todos los hombres y mujeres que en Aliste fueron
pastores, silenciosos hijos de la madre tierra. Al anochecer cuando “Peña Mira”/ por Aliste clave en el círculo lunar
sus dedos/ escucharé la sinfonía, aullido de los lobos,/ y monte adentro cuando
el terror se pegue/ como huella de cieno a la espalda/ buscaré a mi madre y
gritaré por ella…/
* escritor
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