J. M. Ferreira Cunquero
Dibujo de J. Prieto, del libro Trashumancia del deliro |
El profesorado está sometido a unas
pautas que controlan sus excesos o extralimitaciones dentro del ámbito de la enseñanza, como no puede ser de otra
manera en un estado de derecho. La paradoja es que esa normalidad aparente
sucumbe ante los vicios sociales que trastocan la escala de valores. Por esto
muchos profesionales de la enseñanza superviven bajo el imperio del terror
paralizante; violencia sorda que, en determinados centros, ha extendido su red
como una tela de araña propia de la época cavernícola.
Es demasiado fácil que se suscite, ante
cualquier acción disciplinaria hacia el alumno, la denuncia que surge de los
demenciales intereses de una masa borreguil constituida por demasiados progenitores
ineptos, que ven a sus hijos como serenos mozalbetes intocables.
Si a este acoso sufrido por los
profesores, se une el que padecen ciertos chavales indefensos, es posible que
este conflicto, que pisotea los derechos más básicos de la persona, necesite
una réplica legislativa de quienes gozan del gran privilegio que da el poder
institucional para dictar normas de convivencia.
Los alumnos violentos, pese a sus
acciones reprobables, no pueden ser tampoco (por muy bestias que nos parezcan)
desechados socialmente o recluidos, como si fueran perros rabiosos, en
correccionales que, más que educar, marcan con la exclusión que arrastra y
empuja a estos jovenzuelos indomables al futuro sin futuro.
Reconocido esto y, ante la perpetua
campaña promocional de un consumismo despiadado, que nos ha metiendo en su
cadena de montaje cual si fuéramos auténticos monigotes de la feroz maquinaria
capitalista, sólo nos queda exigir que se establezcan cauces educadores en los
cimientos más básicos de la sociedad; tarea complicada cuando el choque de
intereses mercantiles de todo tipo trata de hacernos partícipes de un plan que
promueve la incomunicación y el egoísmo de fondo, para alimentar estas
situaciones tan lamentables. Porque en el fondo lo que se lleva, es que para
que el nene no dé el coñazo, hay que darle unas buenas dosis de videoconsola o una
intensiva ración de teletontería. Así
oye tú…qué tranquilos vivimos.
Publicado en el diario EL ADELANTO DE SALAMANCA hace mil años.
No hay comentarios:
Publicar un comentario