POR
EL CAMPOSANTO
J. M. Ferreira Cunquero
Ahora que tanto se menciona el
derecho a morir con dignidad, me acerco a esas sepulturas donde yacen los
restos de algunos personajes, que lograron irse de este mundo mirando en el
último momento sin pestañear el finito rostro de la vida.
Al recordar la entrañable
presencia de su inmediación, torna un amigo que se nos fue hace unos meses como
antorcha inacabable, que ilumina recordando, con aleccionadora virtud, sus
últimos instantes. Nos relataba con seguridad que estaba más cerca que nunca
del Cristo semanasantero que él tanto estudió y predicó como sacerdote
convencido en defender la religiosidad popular, que arraiga desde siempre en un
numeroso sector del pueblo cristiano. Nos inauguran el ánimo sus inolvidables
palabras, y la vitalidad de su figura nos llena, recordando aquella desnudez
con la que se predisponía, nos dijo, a encontrarse por fin, al concluir su
camino, con el rostro del Padre.
Paseando por el cementerio, bajo
la mansa quietud de los viejos cipreses y el chabacano colorido de muchas
flores hacinadas, recuerdo a otro ser humano especial, por haber vestido a lo
largo de su vida, como pocos, el traje de la concordia. Ateo de ley, ex
condenado a muerte por haber cometido el intolerable ultraje de ser y pensar de
forma distinta a quienes ganaron la guerra. Retumban aún sus drásticas
intervenciones, en acaloradas reyertas, exigiendo respeto hacia el mundo
religioso y hacia cualquier pensamiento que no trasgrediera la plena libertad
del hombre. Los golpes recibidos por aquel injusto vendaval de odio y locura en
la contienda del treinta y seis, tradujeron su resentimiento en ansias
bondadosas de consenso y perdón hacia sus enemigos. De forma ejemplar, un
amanecer tomó la mano de la muerte, para alejarse tranquilo y seguro hacia la
última morada donde, según él nos decía, existe un paraíso de tranquilidad y
reposo sin presencia divina alguna.
Caigo en la cuenta de que los
pardales viven felices entre los muertos y aunque la tarde comienza a extender
sobre el camposanto con cierta lentitud la niebla, el paisaje salmantino con
pictóricas veladuras de cálida luz viste al fondo sus doradas piedras.
Frente a una losa granítica
siento la emoción, como siempre, del reencuentro con otro de los hombres más
geniales que haya conocido en esta aventura existencial que marca a golpes de
risa y dolor lo poco que somos. Su larga y penosa convalecencia no doblegó
nunca el espíritu de una humanidad hasta entonces para mí desconocida. Cada día
con él, era un milagro. Sus magnas lecciones nacían como algo natural de un
empeño prodigioso en prepararnos a todos para su inevitable partida. Con un mes
de antelación predijo con exactitud la fecha de su fallecimiento y, en aquellas
horas concluyentes, una entereza inenarrable le cubrió el ánimo, para
despedirse haciéndonos comprender que la muerte es algo tan natural que frente
a ella sólo cabe dar gracias a Dios por haber vivido.
Al dirigirme hacia el panteón
donde descansan los restos de Aníbal Núñez, caigo en la cuenta de que estas
líneas verán la luz en la festividad de Todos los Santos. Día de intensas
plegarias, que anhelarán el encuentro con los seres queridos en los etéreos
espacios donde la ternura más íntima animicamente nos abraza con ellos. Día de
los Santos, estoy seguro, de todos, sin excepción, de todos los santos…
Publicado en el diario El Adelanto hace unos años..
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