Este artículo lo publiqué en el diario El Adelanto hace años y la verdad es que pasado el tiempo puede valer para estos días.
La verdad es que el tema de la
jubilación es como para que comience a preocuparnos a los que peinamos ya
abundantes canas. La pregunta clave es saber si habrá dinero en el cajón de la
cosa pasiva dentro de diez años, o si tendrán que inventar los padres de la
patria nuevas fórmulas, que puedan resarcirnos de lo que, confiadamente, hemos
venido restando de nuestros endebles ingresos a lo largo de la vida laboral.
Durante
el mandato de Felipe González (es bueno recordar) ya fueron elevados los
tiempos de carencia exigidos para poder tener derecho a la pensión de jubilación.
Después, otras medidas han ido endureciendo y configurando los requisitos
necesarios para poder engrosar el extenso y nutrido listado de pensionistas.
Cuando,
a mediados de los ochenta, se reivindicaba, como una tendencia laboral
inexcusable, el anticipo de la edad de jubilación para causar el derecho, don
Pelayo de la Rosa nos decía, a los que aspirábamos a obtener el título de graduado
social, que él estaba seguro de que, en unos años, tendrían que ser más duros
los requisitos para poder ejercer el derecho.
Reconozco
que los vaticinios del experto catedrático no cabían en mi vieja formación
sindical. Menos aún podía comprender cómo un hombre, sin duda alguna
progresista, de talante abierto y cordial, podía quedarse tan tranquilo ante
aquella afirmación para mí bochornosa. Le formulé dos preguntas con cierto
sabor a guindilla picante, tratando de dejar en evidencia sus afirmaciones. Al
no lograr convencerme con su exposición, terminó mencionando este tiempo que,
en desbocados corceles, ha cruzado dos décadas para ser juez insobornable de
una realidad europea, que va sentenciando sin descansar la merma de demasiados
derechos sociales. Estos mutan de tal forma, hacia nuevas y desconocidas
posibilidades, que sabe Dios cómo nos podrán repartir luego las migajas del
trabajo.
En
esta inauguración del siglo XXI, las palabras del profesor me confirman con
machacona insistencia sus teorías, ante las cuales uno no tiene más remedio que
reconocer que Pelayo de la Rosa dio en el clavo, con tal acierto que ahora sus
tesis se van haciendo realidad en las nuevas asechanzas que, por el bien de una
globalización deshumanizada, nos van diseñando los grandes padres del mundo.
Don Pelayo de la Rosa era uno de esos
profesores que esperas con ganas, cuando has saboreado la ilustrísima palabra
que nos vertía, como algo consustancial a su forma de vivir con entrega la
enorme responsabilidad de enseñar en nombre de la Universidad
salmantina.
Mi
hija, cuando estudiaba derecho, me vino hablando un día de un profesor
extraordinario con el que disfrutaba en clase como con pocos, aludiendo al
talante democrático que continuamente manifestaba como uno de sus principios.
Efectivamente se refería a don Pelayo.
Los
distintos gobiernos, lentamente pero sin pausa, van acomodando las dificultades
de mantener sana la hucha de las pensiones a los tiempos excesivamente
vertiginosos, que no sólo va montando la globalización pura y dura, a la que
irremediablemente nos vamos adaptando, sino que este aumento de las
expectativas de vida, paradójicamente, más que alegrar, dificulta la garantía
que nos debería resarcir en el futuro, a medio plazo, nuestras sagradas aportaciones.
Las
amenazas o el recargo de requisitos ante el derecho a la pensión nos van “joribiando” a todos la esperanza de
aspirar a vivir mejor y cuanto antes el merecido descanso laboral. Lo cierto es
que la realidad, a parte de darle después de muchos años la razón a don Pelayo
de la Rosa, no deja de ser una auténtica putada para los
trabajadores que empezamos a oler las perspectivas de futuro que tenemos a la
vuelta de la esquina.
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