J. M. Ferreira Cunquero
La tradición navideña ha sido
fecundada con la comedura de mollera, que ha logrado unir al festejo el más
descomunal de los derroches. Todo un alarde prepotente de este primer mundo
alocado. Puro tejemaneje de la gran economía tracalera de este tiempo. Lo
importante es que piensen por nosotros, que sepan en cada instante los ilustres
dueños del capitalismo, qué campaña o movida puede meternos en la vorágine de
un consumismo despiadado, que nos inculca sus ritmos como cualquier otra droga.
Esta dilapidación de lo
innecesario no deja de ser un auténtico insulto para quienes, cerca de nosotros,
sufren los demoledores efectos de la crisis o de cualquier otra desventura.
El careto de nuestra parsimonia
se nos debería caer de vergüenza si reconociéramos que, al no existir hoy día distancias
geográficas insalvables, podemos percibir al otro lado de la acera cómo el
hambre del tercer mundo sigue gritando como ayer nuestro nombre. Pero no hemos
de preocuparnos. Siempre hay alguien que se encarga de subir el tono de los
altavoces con la música estridente, que logra disipar el grito del sur en las
antesalas de nuestra endeble conciencia. Todo es perfecto para no sentir esta
noche, ni mañana, ni después, el chirriante eco de la tragedia que habita las
inmensas zonas de la violencia y la hambruna sobre la faz de la tierra.
Pero la desazón que pueden
producirnos estas reflexiones no debe menoscabar la importancia que tiene este
anochecer, en el que millones de familias logran reunirse por unas horas en torno
a la mesa. Algo que, sin matiz religioso alguno, podríamos ligarlo a la
costumbre y al espíritu navideño de la concordia, que puede hacernos
recapacitar, aunque sea de forma pasajera, sobre la injusticia que padece el
hombre que mora las colosales sendas de la mala suerte.
De forma especial, el pueblo
católico celebra el nacimiento de un Niño que llega exigiendo amor vinculante con
el hermano que sufre nuestro pertinaz abandono en silencio. Un Niño que, sobre
la paja de nuestra falsedad, percibe el primer olor a madera con forma de Cruz.
Cruz donde las contradicciones y la hipocresía de los que pertenecemos y somos
Iglesia confluyen como clavos infames que pueden causar repugnancia.
Reconociendo que la pésima
actuación de algunos pastores católicos puede ser vomitiva, y echando pestes
con toda razón contra estos tonadilleros de la fe, seamos justos con tantos y
tantos misioneros que, en nombre de Cristo, llenos de amor, se entregan a los
demás poniendo en riesgo su propia vida. Misioneros que son parte de esta Iglesia
contra la que se generaliza el ataque despiadado sin razón ni sentido.
Por otro lado, no hace falta irse
a otros mundos para comprobar cómo aquí, sí, aquí, en las vísceras de la ciudad,
donde el llanto talla monumentos con dolor humano, la misión de la Iglesia existe y
ejemplariza.
Al cura de Proyecto Hombre, un
tal Muiños, por poner un ejemplo, lo hemos localizado en la madrugada recogiendo
a chavales, que por ropa tenían el cielo edredón o el raso nocturno de la fría
soledad de la noche. Qué decir de ese otro cura de Puente Ladrillo que con rasgos
de santidad perceptible acoge a quienes no tienen nada. A nadie como a Antonio Romo
le he escuchado palabras llenas de humanidad hacia quienes son rechazados por
la cruel afrenta de este tiempo, que pringa con legalidad hipócrita a quienes
pueden tener unos papeles.
Y como ellos, muchos, muchísimos
sacerdotes y seglares, en nombre de ese Niño que nace hoy, siguen buscando con
verdad al Cristo que existe en el humilde rostro del hombre.
Publicado en el diario El Adelanto de Salamanca el 24.12. del dosmil tantos
Publicado en el diario El Adelanto de Salamanca el 24.12. del dosmil tantos
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