16 de noviembre de 2014

MÍSERA TELEVISIÓN



      

J. M. Ferreira Cunquero

 

La cosa más zafia y más tonta de la casa, es ese cubo de la basura que  vomita banalidades desgastándonos el tiempo. La televisión, por más canales que le pongan y por más variados que nos parezcan sus contenidos, una vez encendida, suele convertir, la mayoría de las veces, la oferta de su escaparate en una catequesis programada para manipular deseos, y sobre todo dirigir subliminalmente la opinión moldeable de las multitudinarias audiencias.
         Algo debe tener en su raíz el cajón atontado de colorines, cuando los grandes capitales y los gobiernos de turno lo dan absolutamente todo por tener el privilegio de rellenarnos el hueco vacío del ocio.
         La programación repetitiva, nauseabunda  y de mal gusto porta la impregnación de los tiempos que corren. Factores como el individualismo o la incomunicación fomentan ese atolondramiento de orejas que se estira por los sofás de las casas al anochecer y esa entrega en los brazos de la comodidad que entraña el que otros piensen por nosotros. La abusiva falacia de interminables anuncios que, a base de fotogramas concienzudamente estudiados, intoxican el cerebro, son un auténtico atentado a la dignidad de las personas muchas veces, y otras un flagrante delito contra la libertad de los más pequeños, que comienzan irremediablemente su andadura como consumidores de televisión y claros aspirantes a ser futuros adictos de la magia perversa del tubo incendiario de la cosa creativa.
         Pero el problema no es la televisión. El problema es quienes manejan el cable desde los grandes y enmoquetados despachos. El problema es esta sociedad voluble y apática que altera los escaños en su escala de valores, bajo el lamentable pretexto de que no puede pararse el futuro, aunque éste demande que traicionemos las esencias más puras del ser humano.
         Toda esta amalgama de terrenos cultivables que esperan la simiente, posibilita que tengamos la zafia, hortera y demencial  televisión que padecemos. El consumismo, como espectadores pasivos del engendro, es el que protege y monitoriza esa programación y contraprogramación que basa su cualidad y escasísima calidad en los porcentajes de audiencia. De sobra saben, los siniestros diseñadores de nuestras horas televisivas, lo que vale en número de espectadores media teta en formol de la Montiel, o todo lo que disfruta el personal enterándose, por fin, de que el padre de no se que criatura es un señor bien “peinao” de “baltasar de las bellotas”. Gentes que van arrastrándose por los programas estiércol de las distintas televisiones, revendiendo la poca dignidad que les queda. Perversos padres que venden la intimidad de sus hijos, hijos mal nacidos que traicionan a sus progenitores por unos miserables euros, amoríos de encargo que ansían formalizar sus miserias para destripar la dignidad humana bajo el auspicio embaucador de un cheque. Cámaras ocultas que desentrañan ridículamente, con escándalo incluido, la  vida de los famosillos ninot que, luego, gracias a nuestra colaboración cuando encendemos la pantalla muradal, ingresan más parné.  Ese es en el fondo el problema que suscita esta invasión de necedades que nos cercan (parece mentira) desde un cajón que se ha convertido en un vinculo especial que entreteniéndonos nos adormece la conciencia. Si fuésemos capaces de percibir que  detrás de esas programaciones insufribles están escondidos los tipejos que manejan los hilos de nuestro mundo, el  “cubo de la porquería”, seguro que lo pondríamos en el lugar que le corresponde.
         Si eligiésemos bien dentro de la oferta que se nos ofrece, -cosa casi imposible- la televisión no sería ni tan mala ni tan perversa. Pero lo que sí podemos tener claro es que, aunque tenga más de mil líneas la pantalla, muchas, muchísimas más y con mejor definición las tienen las páginas de un buen libro. 
 

Publicado en el diario El Adelanto de Salamanca el 17.03.2006



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