20 de diciembre de 2011

OLOR A NAVIDAD

 




La Navidad atesora núcleos blandos de inocencia que nos atrapan con dulzura, vistiéndonos sueños y quimeras cuando los duendes ocultos gritan nuestro nombre con sed de tajantes lejanías, recordando que también fuimos niños golosina en otros años. Entonces surge la pregunta inevitable que cincela el temblor prematuro removiendo los espacios sensibles que aún nos embargan con cierto recelo: ¿Fuimos niños alguna vez? ¡A pasado tanto tiempo!
Tantas veces desde entonces ha brotado el sol y se ha acostado en lontananza que se nos antoja imposible simular con el recuerdo lo que fuimos. Pero si uno logra abandonarse en los brazos  quiméricos que ensayan, en el gran escenario corazón que aún nos soporta, la obra teatral que años antes escribimos, aparecerá la madre, toda ternura y todos nosotros invadidos del sueño crucial que hizo posible la propia aventura de la vida. Sin ilusión la vida se acuesta en los camastros indolentes de las clínicas vulgares que aún existen para encerrar al hombre miserablemente en su conciencia. Pero muchos de nosotros, algún día, detrás de esa puerta que cerró el pasado de un portazo para siempre, seguro que dejamos escritos renglones con empacho de felicidad inocente, prematura y derramada. Allí estuvimos sin duda alguna persiguiendo por los espacios felices nuestras siluetas veladas, inconscientes. Inconscientes porque no pudieron amarrar aquellos instantes que volaron, (sabe Dios a qué lugar tan preciso, que los años fabricaron)  para robarnos pertenencias y ataduras.                         
Luego, un sopor insaciable, hondamente nos sigue dejando penetrar casi a hurtadillas en las viejas alcobas del ayer, para descubrir ajados retratos de  inertes minutos perdidos. Allí los años se estiran recordando los últimos suspiros de una guerra ya lejana, que resucita la memoria de los que te rodean y la hicieron.
En la esquina preferida de la casa se perciben aún perfumes de inciensos adormecidos. Navideños e inolvidables olores de braseros de cisco y lumbres inquietas de brezos y jaras. Sobre la mesa los humildes manjares no son más que un pretexto para compartir sensaciones intensas, únicas entre nosotros. Siguen intactas las frescas manos de la abuela que con ceremonioso mimo nos atusó el cabello, mientras viajamos en el bajel fantasía a Belén, para adorar al Niño Bendito, que nunca pudieron palpar nuestros frágiles dedos, por más que nos aseguraban, por aquel entonces, que en todos nosotros nacía.
Era Navidad en la casa de los obreros que “obreraban” fantásticas aventuras para suplir básicas carencias. Por eso allí nacía la palabra, el gesto y una ilusión compartida que brotaba del ambiente único e irrepetible, donde nos era regalada, como un tesoro, la inocencia.
         ¿Cómo no rescatar con vehemencia inusitada aquel mágico llegar de los Magos de Oriente, si ejercían como auténticos profesionales del delirio, para crear en nuestras mentes ingenuas los mundos más dispares e imposibles?...
Noches largas, donde el sueño, en vigilia, de reojo, inventaba sombras y coronas, y camellos que dejaban desnuda la bendita ignorancia de los seres felices que disfrutan con lo poco que la vida les abona.
Lo de menos eran aquellos juguetes limitados, casi inexistentes, ante la gran trascendencia de que estuvo con  nosotros un Rey Mago, en la humilde habitación, y hasta asegurar podíamos (porque éramos maestros en creernos los inventos propios) que el mágico monarca nos había guiñado, prometiéndonos no sé qué aventura para el año próximo de la Navidad más reciente en el futuro más cercano.
Había magia profunda y ancestral en aquellos días cerrados y selectamente reunidos por un cerco ambiental que propiciaban los años,  duros años en que cerraba sus telones, por fin y para siempre, la posguerra.
Por ello, en estas fechas que vivimos, y pese a que duelan un poco las pertenencias que hemos ido ya perdiendo los que hemos comenzado a peinar intempestivas nieves en el pelo, hemos, definitivamente, de darnos cuenta de que el mundo ha girado vertiginosamente  en la noria del tiempo, infatigable y veloz como un trueno sagaz que nos perfora hasta el aliento. El progreso ha conquistado atalayas y almenas en el inmenso e intangible castillo de occidente. El materialismo ha enquistado en las vísceras del hombre el ansia de las cosas. Los cajones atontados, por la noche exigen nuevas composturas en las casas. La palabra no ha muerto en los hogares, pero la palabra está supeditada a la imagen que taladra en los cerebros la conquista del poder y del tener un mausoleo estantería donde podamos coleccionar todos los deseos absolutamente innecesarios. Son los años del consumo que han disuelto el pacto literario anímico-profundo, que creaba, con el deseo simplemente, logrados mundos de espejismos y esperanzas. Si  sacamos la Navidad del contexto religioso que aún mantiene intocables los principios del misterio, se nos queda, meramente, en unas fechas que se adornan con luces y guirnaldas. Luces que  reclaman  nuestra atención en los escaparates excitantes que frecuenta nuestro idilio con el mundo que entre todos levantamos.
Pero, pese a estas deficiencias que nos ha parido el tiempo, una realidad indivisible que todo lo frecuenta sube al umbral  real de la vida que ahora nos cabalga, para sacarnos definitivamente de esa alcoba del pasado y descubrir que la historia, nuestra historia, se repite con la misma intensidad en los niños de este tiempo. Niños que, paridos en esta época de fobias depresivas y consumos desorbitados, visten la misma sonrisa visceral que nosotros mantuvimos como cosa propia y deseada. Es el ciclo vital de la esperanza que irremediablemente renueva sus contornos.
Y si miramos a través de estos niños viajaremos a las horas perdidas que un día dibujaron nuestro perfil en las acuarelas horarias del pasado. Por ello, de las más hondas chimeneas que el alma enciende por estos días, se reitera ese perfume a familia que redunda alimentando instantes, espacios donde torna, brotando como algo peculiar entre nosotros, el beso y el abrazo compartido, la sonrisa horizontal que regalamos degustándonos como si fuéramos buenos de repente, o sabios, porque entorno a las mesas el perdón es posible.
Es la magia de la Navidad. La magia de un Niño que nace en el corazón de los hombres que creen renovar, en los olvidadizos sótanos humanos, la ilusión que invita de nuevo a coger de la vida las riendas, hasta dar con la sombra que un día perdimos, sabe Dios en qué hora o en qué lugar del trecho ya angosto por el que hemos pasado. Un Niño que estira su rumor de nueva noticia por todos los siglos, como una referencia constante que viene a devolvernos al ciclo vital de la existencia, renovando en los creyentes el más íntimo y sagrado de los pactos contraídos. Un Niño que cambió la existencia humana hasta enquistarse como uno de los acontecimientos más importantes que haya conocido la historia.
En el sentimiento más entrañable que penetre en nosotros, Belén con su establo, durante unos días es punto de reivindicación y encuentro, lugar que espera nuestra llegada con el ánimo cargado de nuevos compromisos, de nuevos propósitos que icen, en el promontorio lugar de la verdad, nuestra bandera. En el belén que nos instala el corazón a conciencia en estas fechas, el Niño nos abraza voceando a nuestra sombra, para que despierte, y que busque cerros y pretiles,  vallejos y planicies donde anunciemos que ha nacido en nosotros, simplemente, el ansia que renueva nuestro contrato con la vida.











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