3 de noviembre de 2011

La moda de los juzgados

Pululan por estas tierras de Dios individuos mediocres que espejean en sus propias fantasías sombras de juzgados y juicios a la carta, para satisfacer posiblemente egocentrismos mal curados.
Cuando estos personajes de la bobada se quedan sin argumentos, suelen caer en la pobre y rutinaria estrategia de amenazar a diestro y siniestro con denuncias judiciales buscando amedrentar al más puro estilo mafioso.
         Los ejemplos se multiplican, como el mosquito flautero, por todo tipo de asociaciones, vecindades, o grupos de cualquier índole social, cuando estos “artistas” de la estrategia seudo-jurídica caen en la cuenta de que amenazando con ruidos de togas y siniestras estancias con olor repugnante a trena, pueden doblegar a las mayorías con una pequeña dosis de palabras más o menos bien juntadas que insinúen que las parió la pluma de algún letrado.
         No trato de referir o recordar a toda esa sarta de marujos revisteros que a base de querellas y denuncias demenciales acaban en las televisiones arrastrando sus miserias por dos euros. Tampoco está en mi deseo citar a estos políticos que nos toca sufrir cuando, pensando que sus problemáticas están en la casa de enfrente, olvidan comprar la escoba que pueda barrer las porquerizas propias, creyendo que en la querella está la salvación de sus públicas decadencias.
        Me refiero a  estos individuos que presuponen que van perdonando la vida, bajo la esperpéntica idea de que los abogados legislan y los magistrados son amiguetes de sus diseños fantasiosos, llegándose a creer incluso que el Estado de Derecho es una cutre granja donde la justicia pone huevos doctrinales a gusto de cuatro elegidos.
       La democracia es en sí misma tan benevolente, que hasta puede permitirse el lujo de acoger en sus sótanos más difusos a toda esta especie variopinta de individuos que a la menor te montan un festival cómico-demencial para llenarte de contenido el verano.
El problema es que se ofende el que plagia si le llamas plagiador, o el que mete la mano en la caja si le pones de mote chorizo. No es más que la rebelión de los absurdos sujetos que no se resignan a reconocer su escasa aptitud para mantener media palabra de tío sano.
         Además suele libar, casi siempre la miel de las maquinaciones de estos esperpénticos personajes, algún correveidile que a la usanza de charlatanes voceros va sembrando siniestras historias para que el miedo pueda tomar forma y sea machacada, si es posible, la vida de sus prójimos antagonistas. Estas marionetas de parque dominguero son la sombra de la ridiculez personificada cuando suelen meterse en los inventos de sus ventrílocuos “jefecillos”, prestándose, como auténticos sicarios, a colocar incluso las sillas frente al patíbulo donde, presuntamente, se supone que van a ser decapitados quienes fomentan la “desgraciada” actitud de caminar erguidos por esta vida, con la frente alta.
         Y claro, llega el momento en que los ruidos de estos abejorros te amuelan la siesta de tal forma que la mala leche da su último hervor haciéndote caer en la cuenta de que, ante las maquinaciones de estos personajes intrascendentes, lo mejor que puedes hacer es dar un puñetazo en la mesa y poner las cosas en su sitio de forma definitiva.
         Es raro que en esta sociedad, donde se guerrea por menudeos de escasa importancia, no aparezca en los aledaños de la disputa uno de estos ridículos personajes que interprete la ley a su antojo. Ante estos casos un servidor se va al mercado a preguntar el precio de los tomates, o se coje un colocón con un buen libro que le haga olvidar los desvaríos que a veces comete la especie humana. 

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