19 de enero de 2010

APUNTES DESPUNTADOS




J. M. Ferreira Cunquero



La concejalía de tráfico debe ser una de las milongas menos apetecibles que puede comerse un político como postre de campaña, por muy loable que sea la intención de servicio hacia los demás. Tan difícil y complicado debe ser ese chollo de dirigir el cotarro que provocan los artefactos de las cuatro ruedas que, de los distintos ediles que transitaron por tan impopular cometido en este Ayuntamiento, sólo recordamos las absurdas decisiones que nos impusieron en forma de chorrada.


Es verdad que a algunos de estos personajes les adeudamos la buena intención de sacar la cacharrería humeante del centro de la ciudad, y a otros seguramente su baldía lucha en favor del uso del servicio público.


El caso es que nuestro permanente litigio con esa concejalía, surge por ser muy dada al ensayo o el invento que nos obliga a merendarnos sus insoportables decisiones.


Da igual que difundamos durante tres siglos, porque ciegos no somos, que Federico Anaya, en momentos claves del día, simula ser una calle diseñada para el tránsito de carrozas del siglo dieciocho, y hasta hemos podido escuchar incluso cómo algún foráneo transeúnte ha envidiado la sabiduría, que aquí, por nuestra fama universitaria, da la impresión que se derrocha.


Pero la realidad es que Salamanca, en momentos clave, es un gigantesco atasco, que deja en evidencia a quienes toman estas decisiones tan incomprensibles para muchos ciudadanos.


Mientras por María Auxiliadora y Federico Anaya vivimos una ficticia tranquilidad automovilística, en las otras vías de escape nos joden, con estas decisiones, la escasa paciencia que nos queda en el morral.


Lo de que la ciudad está mejor sin coches es sensacional, si viviésemos el cuento que algunos tratan de escribirnos mientras manejan los intereses ajenos a su antojo.


La realidad es que, los impuestos que pagamos por circular con nuestros utilitarios, nos deberían procurar, cuando menos, una correspondencia minimamente equitativa en cuanto a servicios. Reconociendo que deben prevalecer los derechos de los peatones en una ciudad como la nuestra, hay que rechazar el experimento alegre, que insulta al poco raciocinio que nos queda. Y es que de estos inventos o innovaciones de la cosa ciudadana es hasta cómico recordar ahora el rayado de la Gran Vía y aquel sentido único que sólo sirvió para sangrar más la caja de la pasta común, que debe estar hecha trizas con el cachondeo de tanto gasto superfluo. Mientras tanto, una puñetera zanja sigue machacándonos los neumáticos, desde hace varias semanas, por una dejadez alevosa que clama al cielo, en la confluencia de María Auxiliadora con la avenida Portugal. Para destrozo de amortiguadores y revoltijo de tripas morcilleras, nada como el desastre de los adoquines que, en San Pablo, nos someten, de forma continúa, los frágiles huesos a prueba. Aunque parece que por fin la citada calle va a tener el tratamiento que intente sanar la patología del capricho, debemos, cuando menos, preguntarnos a cuánto asciende el pastamen que nos ha supuesto la broma. ¿A quién pedimos cuentas?


Pasar de la crítica bestial a las baldosas chocolatina que plantó Jesús Málaga en las calles peatonales, a esta calamidad adoquinada que se ha hundido miserablemente después de costarnos un riñón, cuando menos es para que seamos conscientes de cómo aquí se nos toma el pelo.


Por otro lado, pero dentro de esta gama de disparates que nos apabullan, ahí continúa el paso de cebra de la calle Azafranal, como un canto de insensatez, que sigue haciendo que vehículos y peatones juguemos al escondite. Menos mal que todos, toditos, todos cruzamos por donde siempre. Mejor saltarnos la ley que poner en peligro, por culpa de algún incapaz, la vida.


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