7 de noviembre de 2009

El rasero de los esposados




J. M. Ferreira Cunquero

He visto montones de veces cómo salían esposados de los furgones policiales, en plena Gran Vía, camino de los juzgados, a toda clase de personajes. Nunca nos ha herido ese protocolo habitual, que conlleva todas las garantías procesales, derivadas de la propia presunción de inocencia que proclama el estado de derecho.
No es muy difícil imaginar que, una gran parte de estos rufianes de poca monta, han llegado a delinquir, unas veces presionados por el consumo de estupefacientes, y otras por la mala fortuna que marca a quienes recibieron una nefasta educación o un erróneo aprendizaje, acerca de la escala de valores esencial que nos distingue como seres humanos del resto de animales.
A nadie se le ocurre levantar la voz contra ese proceder, que se aplica a estos presuntos delincuentes que van conducidos a la cárcel o al juzgado. Sin embargo, cuando los presuntos chorizos, que se curan en los feudos chacineros de etiqueta y postín, son trincados por la ley, ya vemos cómo se lo monta el incongruente tablao de la política gremial, defendiendo con escandalosa ceguera a los compis de las asquerosas tramas corruptas. Además no se cortan a la hora de subrayar el discurso de la incongruencia con el acento interesado de quien pierde a un amigo del alma por los indecentes rumbos de la ilegalidad. De esta guisa, es lógico que sospechemos que la música divina de tanta bondad puede esconder en el fondo demasiada querencia inconfesable. En estos casos la presunción de inocencia se enarbola como arma arrojadiza contra los jueces y el gobierno, buscando, más que mentalizar, entorpecer nuestra confusa opinión, para que en cierto modo no seamos capaces de distinguir quién es guardia o ladrón en este peligroso juego, que enciende el deseo por la pasta fácil.
Se puede admitir que no todo el mundo es tratado con la misma cortesía cuando es detenido o que, ante las cámaras de la televisión, la propaganda enredadora en unos casos se adormece, mientras que en otros despierta con frenesí sus ansias de meternos en la sopa el careto de tanto miserable.
Cuando esta gentuza es cercada por la Justicia, sorprendentemente las proximidades afines reaccionan invocando un derecho de igualdad, con situaciones vividas anteriormente por otros acusados pertenecientes a la bandurria contraria.
Lo importante es marear la perdiz, pegarle unos cuantos perdigonazos en el trasero a Garzón o al ministro de turno, por si acaso se revuelve la poza y consiguen celarse en el fango las ranas.
Pese a todo, debe congratularnos que, aunque lenta, la Justicia va poniendo en el banquillo a toda esta gama de ladrones de guante blanco, mientras hacen el enésimo ridículo sus amados defensores. Por esto quizás empezamos a ver cómo algunos imputados por la imparable marea corrupta, se hunden en la soledad más terrible, al ser abandonados a su suerte por los que antes trivialmente pusieron por ellos sobre la fogata las manos.
Lo más grotesco es comprobar cómo se escandalizan por verse en televisión camino de la trena, quienes en otros tiempos se jactaban de ser foco de lisonjas y atenciones.
Otra cosa son los menores de edad, y aquellos casos en los que la prudencia judicial exija ciertas cautelas protectoras. Pero quien, vestido con la parafernalia del oportunismo y la desvergüenza, hinca los dientes en el engranaje democrático, debe ser expuesto ante la mirada social sin ningún tipo de prejuicio. Y no solo los que meten la mano en la hucha, sino todos aquellos que, por omisión o comisión, permitieron desde la sombra el bien vivir de estos repugnantes malhechores.

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