J. M. Ferreira Cunquero
Una vez que a la Mariseca le da el aire septembrino en lo alto del ágora salmantina, podría sobrarnos hasta el programa de fiestas. Y es que basta que se dé el pistoletazo de salida al festejo, para que el gentío se eche a la calle en busca de los últimos calores del verano, eso sí, bajo un espíritu festivo que aquí, para qué engañarnos, es poco exigente.
La chavalería es la que inspecciona con cierta saña la programación, sacándole punta al asunto o frotándose las manos si descubre que viene alguno de sus ruidosos grupos favoritos. Como siempre, nuestros mayores reciben una vez más su ración de entretenimiento, mientras que los niños en los artilugios de la Aldehuela volverán a gozar, esquilmando los menguados bolsillos de sus progenitores.
Es lo de siempre. El que puede se lo monta y el que no, a resistir el insoportable suplicio de ver cómo se quema una porción de la pasta de tanto impuesto en la fogata artificial que preside entre aplausos cualquier fiesta.
Lo importante es que, como estamos de jarana, las calles se ponen a tope, cuando la sintomatología de la crisis bestial, que nos acongoja más de lo que finge la apariencia, simula desaparecer mientras la gente se lo monta en las casetas como si allí se regalase el vino.
Son los contrapuntos de una situación social, que sigue sin tener explicación, por mucho seudo entendido que regale su opinión en la superabundante moda de las tertulias.
De todos modos no está mal que llenemos el buche cuando estamos en vísperas de saber si, al caer la hoja, habrá afilado la puñetera gripe la guadaña. Y es que entretanto la pandemia enfatiza el ritual televisivo del acojono, crece la opinión de que tan aireada enfermedad huele a pánico, metódicamente diseñado para que engorde la tripa algún negocio farmacéutico. Coinciden demasiados tópicos como para sospechar que se puede haber bosquejado, (como ocurrió otras veces) a costa de la salud, una maniobra para vender las súper pócimas magistrales que aguardan su momento en el paciente hogar de las reboticas. Pero por otro lado es lógico que, ante tantos doctos adivinos del chollo publicista, se guarde el corral por si apareciese la zorra de manera repentina. Por esto, hace bien la ministra del consenso milagroso, en limpiarle la pelusa al tinglado hospitalario, no nos vaya a coger la bicha sin haber hecho los deberes.
Lo positivo de esta movida para mí es la incitación que nos induce a lavarnos como es menester las manos, para que no se nos adhiera con facilidad el virus. Pero, ya metidos en campaña, es un desliz no aprovechar el tirón de la cagalera hipocondríaca para aconsejar la conveniencia de meter en agua otras zonas corporales, que dan el cante en quienes, por tener atrofiadas las napias o llevarse mal con la ducha, nos ahogan cuando comparten con nosotros cualquier espacio sin ventilar.
De todos modos, más importante que las ferias o la gripe, es que mañana por fin esta ciudad, al abrir su Corte Inglés, se iguala con las que sacan pecho en estas lindezas tan estimadas del consumismo que tanto nos excita.
Lo que no entiendo es cómo no se ha metido, aprovechando el empuje que tiene esta trascendental cuestión, en el programa de fiestas. El valor de este acontecimiento es tan relevante, que ni la última iluminación de los monumentos salmantinos despertó en su día esta pasión, que cada noche reúne a un montón de gente, para observar iluminado el espectacular edificio. No es broma cuando algunos aseguran que estos grandes almacenes van a cambiarnos la vida. Hasta mi galeno, hace unos meses, me aseguró que mi problemilla de salud sólo puede encontrar remedio en la oferta exótico alimentaria de estos grandes almacenes.
De momento, lo que nos ha modificado a quienes moramos en sus cercanías es el laberíntico callejeo, que vuelve a examinarnos en paciencia mientras, con cara de gilipollas, investigamos dónde puede haber un puto aparcamiento.
Publicado en el diario El Adelanto de Salamanca. 10.09.09
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