15 de junio de 2009

LA CONCHA DESCONCHADA

J. M. Ferreira Cunquero


Ya hemos escrito varias veces sobre la ratonería de dos patas, que vomita por doquier su repugnante asedio a la ciudad en forma de vandalismo. Más que roedores, son cucarachas, que pululan y medran en el anonimato con apariencia de plaga, aunque no sean más que tres o cuatro tullidos de mente. Pero su actividad destructora contra el mobiliario público, cuando entran en trance, los transforma en una seria amenaza para todos nosotros. Lo que le ocurre a la ciudad nos hiere a todos, primero en el bolsillo y luego en lo que nos toca como verdaderos dueños de la casa común de la que todos formamos parte sin excepción alguna.
Pero lo que estos esbirros de la insensatez, paridos con el defecto de algún cromosoma lisiado, solían destruir, hasta ahora, podía repararse, sin que el asunto fuese más allá de la anécdota cavernaria en la que se mueven estos pobres individuos, que no tuvieron la fortuna de que su conciencia evolucionase como es menester en quienes somos algo más que bestias sin razón.
Por supuesto que las corbatas rosadas (para mí adefesio monocolor de la enésima tontería) pueden haber sido incitante o sugerencia para la mutilación de una concha de la gran casa de las casas salmantinas. No quiere decir esto que, la idea chocante del corbateo y quienes la autorizaron, tengan responsabilidad alguna en la fechoría, faltaría más. Pero lo que sí es cierto es que estas cosas llaman, por desgracia, la atención de esta carcoma ciudadana que, aunque no la veamos, ahí está, como estuvo en su día dejando su firma en la inolvidable vacada que pastó por estas calles en el 2002.
Cargarse ese pedazo de joya sin precio, es más, mucho más que un atentando contra un monumento o edificio histórico. En una ciudad patrimonio de la humanidad como la nuestra, este hecho se convierte en un sabotaje a la herencia del hombre que nos suceda en cualquier época o lugar de mundo.
La denuncia contra quienes hayan cometido esta tropelía, debe ser la denuncia de cada uno de nosotros, y no debemos descansar en dar ánimos a quienes tienen la obligación y la experiencia para dar con este tipo de maleantes sumamente peligrosos para un entorno como el nuestro. Ahora toca esperar que podamos conocer su miserable careta para apedrearla figuradamente, de forma pública, por lo menos con nuestra indignación.
No podemos arriesgarnos a que este suceso pueda convertirse, de ninguna manera, en un aliciente que pueda alimentar nuevas diversiones, que prosperen como reto o hazaña en quienes son capaces de asesinar las piedras que, en esta ciudad, tienen pálpito y grito de tiempos inmemoriales. En esto no se puede conceder ni medio milímetro al despiste o la negligencia. Sólo pensar en que están sueltos por Salamanca, mezclados con nosotros, estos reptiles resoplando, seguramente con alegría malsana, su regodeo por haber logrado darnos donde nos duele la ciudad en lo más profundo, es para sufrir un colocón de impotencia inadmisible.
Ya vimos cómo unas sabandijas, con nocturnidad, machacaron con mazas, creo que dos o tres veces, aquella buena idea que permitía ver, a través de un cristal, una parte de la estructura del Puente Romano. La ciudad ante aquella acción destructora se rindió, y con ello descubrimos con claridad la sensación amarga de que a veces la locura de unos delincuentes, arropados en las sombras y en el miserable anonimato de la más vil cobardía, hizo claudicar una decisión que -no olvidemos- fuese acertada o no, surgía del espíritu de un estado de derecho, donde en nombre de las mayorías pueden decidirse estas cosas.
Es difícil creer, como algunos afirman, que por arte de magia la susodicha concha se desplomase sin dejar rastro, incluso si fue un suceso casual cuando se intentaba el guinde de alguna corbata, lo cierto es que se ha producido un daño irreparable, que precisa la respuesta de la ley contundentemente. Nuestras piedras se merecen eso y mucho más...

Publicado en el diario El Adelanto de Salamanca 11.06.09

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