8 de diciembre de 2008

TREINTA AÑOS


Estamos en vísperas del que debería ser uno de los festejos vividos desde la unidad con honda pasión por todos. Algo en lo que deberíamos confluir por encima de nuestras diferencias o matices.
En estos días cercanos al seis de diciembre, sin querer algo me obliga a evocar la época más intensa que tuve la gran fortuna de vivir en el escenario barcelonés, que se me antoja como uno de los lugares más reivindicativos de aquel período de tiempo apasionante.
El recuerdo matiza la memoria, impregnada de caprichosas pátinas que acomodan, seguramente con la mesura de la edad, situaciones y vivencias. Tengo la impresión de que estamos olvidando aquella época del silencio con hedor a nausea, mientras sutilmente, en algunas ocasiones, jugamos al escondite por los oscuros roperos, que siniestramente conservan inalterables las polvorientas camisas que pueden vestir arcaicas diferencias entre nosotros. Todo gracias al empeño inconsecuente de algunos políticos de barriada, que siguen jugando a la ruleta rusa con los ojos cerrados de un ego pueblerinamente ridículo. Vamos…, que lo de las dos españas, por mucha arena que echemos sobre los cactus del olvido, sigue rezumando gracias a los resoplos que azuzan insensatamente la estupidez de algunos mentecatos.
A treinta años de aquel consenso, que fraguó la Norma de las normas haciendo posible el inicio de una convivencia amparada en el estado de derecho, hemos reconocer y aplaudir a todos los protagonistas que cedieron en sus pretensiones. Y detrás de ellos, a millones de ciudadanos, inmersos en la peripecia que les dejaba ver por fin los deseados paisajes de la libertad, después de la dura travesía por los amargos desiertos de la dictadura.
Si la izquierda se desprendió generosamente de sus equipajes, llenos de impotencia e injusticia, la derecha moderada abandonó el privilegio del arrimón a un poder cableado con todos los hilos fácticos del momento histórico.
Pese a las fisuras que, como vías muertas, quedaron en los andenes adormecidos de nuestra Carta Magna para afianzar el acuerdo, todos sabemos que se pueden y deben cambiar, llenando de contenido algunos artículos constitucionales bajo la sensatez y la estricta aprobación mayoritaria de todos nosotros. Antes o después, la Ley de las leyes debe recoger los cabos sueltos, para evitar que en el futuro, sin percibirlo, nos demos un resbalón en los hielos de los vaivenes osados en destripar la prudencia.
Es lógico que esas lagunas, al ir creciendo democráticamente, con el transcurso de los años, pongan en marcha trenes reivindicativos, que buscan las estaciones donde se nutren estereofónicas estrategias provincianas. Si no recordamos de dónde partimos hace treinta años, es fácil que estos radicalismos egoístas traten de tensar las lianas al gaznate del gobierno de turno que, obligado por un sistema electoral anacrónico, se verá obligado a soltar lastre, con tal de recoger los bálsamos de la tranquilidad que remedien provisionalmente la urgente necesidad de apoyos.
Los derechos de las distintas autonomías, en base a sus peculiaridades, están fuera de toda duda. Esto, a parte de ser justo y reconocido, es necesario para la propia salud de nuestro sistema democrático. Otra cosa son los extremismos que no suelen plantearse la obligada solidaridad con el resto de los territorios.
Cómo me acuerdo, en estas fechas, de aquel viejo izquierdista que fue llevado al paredón en tres ocasiones. Orinándose por el miedo -nos decía- le quedaron marcadas para siempre las carcajadas de los verdugos que jugaron vilmente con su vida.
Cuando regresó de Holanda, se trajo la experiencia para perdonar, y las ganas de vivir bajo el amparo de una libertad por la que se dejó la piel siendo casi un adolescente, en la defensa de Madrid. Basilio nos argumentaba que la Constitución no podía rendirse nunca ante los antojos de cualquier minoría. El seis de diciembre posterior a la inolvidable tejerada, en el balcón de su casa, ató una bandera española con el escudo constitucional. Ante nuestra sorpresa, mientras esbozaba su amplia e inolvidable sonrisa, ceremoniosamente nos dijo que por la Constitución lo que hiciese falta.
Eso mismo.
J. M. Ferreira Cunquero publicado en el diario El Adelanto de Salamanca 4.12.08

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