21 de julio de 2006

¡A por ellos, oé…!


J. M. Ferreira Cunquero*


Ejerciendo mi derecho a ser entrenador futbolero como todo hijo de vecino por estas fechas, llego a la conclusión de que España tiene unos contrapuntos complicados de discernir cuando hablamos del mundial. El combinado español no aúna sentimientos, ni genera un nexo que comparta o despierte el fervor nacional común y unitario como el que se da en otros países. Aquí la nacionalidad es otra cosa. Aquí un espíritu idiotizado de las contradicciones busca sacar de las churreras o de las mangas del pasteleo autonómico prebendas y diferentes status para exprimir, desde la tontería estatalizada, el cada vez más raquítico tomate solidario.
Cuando el progresismo, al que tanto se alude, debería estar auspiciando la militancia mundial sin fronteras, aquí nos dedicamos a levantar muros, eso sí, con la democracia como cemento y ladrillos de cara dura, mientras nos hacemos daltónicos militantes ante los colores de una bandera. Si a esto le añadimos esa peculiaridad tan extendida de explotar, a la mínima invitación, nuestro elenco cañí más sagrado, podemos pasar de la fiesta popular al duelo “marujo” en un santiamén.
Nuestra hazaña sería, según dicen los expertos, llegar a cuartos, saludar a Brasil y volvernos a casa. Y es que poco más puede hacerse de todos modos ante esa rondalla arbitral, que desgraciadamente nos ha tocado las narices con polémicas decisiones que fueron decisivas para hacer las maletas del siempre doloroso regreso. Es increíble que en estos tiempos que corren no se hayan implantado los medios técnicos necesarios que impidan que un señor pueda fastidiar, por un antojo o error, la trayectoria de un equipo en el transcurso de un mundial.
Estoy convencido de que, a parte de tener un grupo bien ensamblado de jugadores, hace falta poseer una buena alineación en la FIFA y ser alguien como país en los grandes despachos, donde se presupone que el mundo del balón es mucho más que un deporte.
El caso es que si volvemos la vista atrás, podríamos entender que nuestra selección en algunos momentos representó al fútbol español con más dignidad de la que creemos. Fue la mala suerte, amparada con el pito caprichoso de algún árbitro ofuscado, la que nos jodió la ilusión, dejándonos a medias el futbolístico “gustirrinín” que nos hacía ya suponer -pobres de nosotros- que por fin estaríamos en una final.
Recordamos con demasiada frecuencia la famosa jugada de Salinas cuando, de una manera patosa, falló una acción clara de marcar, olvidándonos de que a Luis Enrique, en el mismo partido, le partieron las napias en el área, pasando de no pitarse penalti y expulsión (que dijera Rafa Guerrero) a quedarnos con diez jugadores. Después, como no podía ser de otra forma, la milagrería de los santos más intratables se puso del lado de Italia a lo bestia, acabando como tantas otras veces con nuestras pobres aspiraciones futbolísticas.
El caso es que ahora tenemos al “sabio de Hortaleza” al mando de unos jugadores que al menos en la zona ancha mueven el balón con suprema soltura, no debiendo olvidar, por otro lado, que como somos expertos en no ganar nada en estas citas cuatrienales, nos hemos afianzado como una de las mejores aficiones del mundo a la hora de aceptar deportivamente nuestros fracasos. No hay duda: en esto de saber perder seguramente seamos los mejores del mundo.
Por todo esto, si un día nos diese un aire y lográsemos ser campeones, sería seguramente una gozada indescriptible ver bajo nuestra bandera a muchos españoles, por muy plurales que seamos, unidos por fin como nunca. Y es que el deporte en estas cosas de los sentimientos a veces puede dar más lecciones que cualquier facultad universitaria.


* escritor

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