J. M. Ferreira Cunquero
Se me ocurrió un día llevar a cabo un experimento
que difícilmente puedo olvidar por su resultado concluyente.
Y es que de
arte, no hace falta entender mucho cuando se trata de interpretar lo que
esconde tras las formas o los colores sólo como idea.. Más avales tiene esta
teoría cuando fijamos nuestra atención en los movimientos ultra modernistas,
donde la libertad adecua cualquier brochazo a la pasta gansa que suele tasar al
autor más por ser conocida su firma que por el resultado bazofia que mancha el
lienzo.
Por
esto a lo más que se atreve un servidor ante un cuadro que no muestra con
claridad su contenido, es a decir con sumo respeto que no tengo despiertas las
entendederas para comprender lo que esconden los que para mi, dicho con todo
respeto son insulsos garabatos.
Pese
a esto suelo emplearme a fondo para ver esos enigmáticos lienzos que provocan
la extraña seducción que me atrapa desde siempre.
Pues a
lo que iba. Tuve la ocurrencia hace tiempo, de acuerdo con un compinche, de
extender cuatro manchas de pintura sobre un panel medio roto. El resultado
final de aquella osadía fue un auténtico bodrio que mostraba el mal gusto de
tan pueril “artista”, no sólo por la mala elección de los colores, sino por lo
mal combinados que estaban éstos.
Lo más
duro fue convencer a mi secuaz amigo, de que testificase mi historia ante otra
gente a las que debía vender el cuento de que la “marranada” pictórica llevaba
la firma de un autor muy cotizado, aunque fuese desconocido en nuestra ciudad.
Las personas escogidas como ratoncillos de laboratorio eran por supuesto,
sensibles al arte, y solventes para percibir esas sensaciones que estimulan la
sed de profundizar en la belleza.
El
condicionante, que posiblemente afianzó la confusión, fue hacerles saber que
aquella tarde iba a asistir a una subasta de arte en un conocido hotel de la
ciudad, donde anunciaba la prensa que se regalaría un entre los asistentes.
Y ahí
aparece el engendro como prueba de la fortuna que habíamos tenido mi
acompañante y yo. Lo de menos fue ponerle nombre al autor. Lo importante fue
afirmar con la constatación del amigo que el valor de la mancha repugnante se
había tasado en doscientas mil “calas” de las de antaño.
El
cuadro al final recibió la aprobación de todos los presentes. Se empezaron a
decir cosas como, hombre desde lejos se aprecia un no sé qué que lo distingue y
otro etc de chorradas que no venían a cuento. La única persona que se atrevió a
decir que era una auténtica fealdad fue mi suegra, mientras se partía de risa
al oír las bobadas que los entendidos en la materia afirmaron sobre el panel
adefesio.
Cuando conté la verdad sobre
mi ocurrencia, no daban crédito a su torpeza.
Lo más curioso es que, queriendo profundizar más
en mi investigación, pinté otro cuadro con algo más de esmero. Mezclé colores
con algo de intención y con un poco de barrizal arenoso di formas de libre
albedrío que cualquiera puede discurrir.
Ese
cuadro no sólo está colgado en la entrada de la vivienda de unos amigos, sino
que ha recibido en el tiempo -según ellos- críticas y parabienes de personas
entendidas en pintura que espero disfrutar con sus reacciones cuando se enteren
del engaño. De todos modos como estos críticos, expertos en justificar con tretas
filosóficas sin contenido, cualquier aventura artística, no les será difícil
rectificar su opinión y vendernos otro canapé ilusorio para demostrarnos que
nos baña la ignorancia.
Publicado en el diairo el Adelanto en aquella que fue mi columna: EL CAJÓN DE LOS RUIDOS.
Publicado en el diairo el Adelanto en aquella que fue mi columna: EL CAJÓN DE LOS RUIDOS.
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