J. M. Ferreira Cunquero
En tertulias radiofónicas
o en entrevistas grandilocuentes del marujeo, podemos escuchar a personajes que
tratan de descifrarnos galimatías insulsos, buscando sacar del botellón de la
bobada ocurrentes opiniones sin sentido.
Se trata en muchas
ocasiones de sembrar la cebada en el agradecido terruño de la política, donde
la flauta puede sonar a veces si logras que te incluyan, como huésped del
cotarro, en el chiringuito de los afines. Cuando lo importante es mamar de la
teta del momio, es preciso poner a mojar el pan en el agua, por si de repente
nos llegan los invitados y tenemos que repartir la sopa.
Todas estas cuestiones
hogareñas de lo público alcanzan su cenit cuando aparece la cultura por medio.
Tan manida palabra, con su importantísimo significado, anda por ahí sonando de
cualquier manera en bocas que suelen delatar un ansia por meterse como sea en
las pasarelas del éxito y las
florituras.
Cierto es que, esa parte
de la cultura que no deja de tener su importancia, aunque algunos la
menosprecien por representar el excelso mundo del espectáculo, en Salamanca
está resplandeciendo como en muy pocos lugares. Sólo hemos de observar la
programación de la Fundación
Salamanca Ciudad de Cultura para convencernos de que algo
está funcionando, como debe ser, por fin, en esta ciudad.
No reconocer que ahora
mismo Salamanca se mueve en torno a propuestas interesantes, desde una
programación continua y pluralista, es irse a vivir a otro planeta para no valorar
lo que se está haciendo, de forma bastamente acertada, al lado de esa sombra
que, por brotar de nuestras históricas piedras, nos ha venido rellenando la
fofa fanfarria culturalista desde tiempos inmemoriales.
Otra cosa es que queramos
hablar de descentralizaciones de la cosa cultural hacia los barrios y de toda
esa gama izquierdosa populera, que de vez en cuando se rescata, con retoques
ambientales, de batallitas revolucionarias de larga sobremesa. En esto depende
de donde surja el vocerío para que el festejo se intente montar de una u otra
forma.
La cultura, en letras
inmensas, sin trampa y acogiendo todo lo que se ampara bajo su nombre,
-dejémonos de bagatelas- es un asunto que debería ser tratado como merece dentro de las leyes
educativas. Formar, inculcando la necesidad de acercarse a los libros en los
escolares, debería ser uno de los puntos vitales para llegar a componer un
cesto cultural del que todos, absolutamente todos nos sintiésemos complacidos y
orgullosos. Esos deberían ser los cimientos que soportasen un edificio social
capacitado, para demandar seriamente con exigencia, por sí mismo, otras formas
y estructuras culturales diferentes a éstas que, aunque sustenten su mérito en
encomiables esfuerzos particulares,
existen muchas veces para programar, cuando llega la fiesta del santo,
una sardinada con sangría, alguna excursión y cuatro verbenas. Y ojo…, que esto
también es un hecho lúdico cultural importante. Pero un servidor, cuando habla
de cultura, intenta referirse a algo más amplio que pueda acoger cualquier
aspecto que suscitase, desde la necesidad de seguir creciendo como individuos,
un interés más generalizado entre la
ciudadanía.
La cultura de diseño, cuando busca ser
popular (como se reivindicaba en los setenta) descubrí hace tiempo que, por
llevar un olor demasiado fuerte a despacho, se trasforma en vacuna contra las
bacterias políticas que anhelan alzar su frente, gracias a estas movidas seudo culturales que,
en la realidad, luego, suelen tener trato de auténtico pestiño en las espesas
estancias de las administraciones públicas.
Habrá que citar otro día las artificiosas
asociaciones de todo tipo que, moviéndose bajo el amplio paraguas cultural,
consiguen acogerse al reparto injusto de la municipal pasta común. Pero eso…,
otro día.
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