25 de julio de 2011

En julio, Figueruela de Abajo

Bajando de las cercanías del Urriellu, en un día espectacular de nieblas que tiñen de magia horizontes ocultos, al pasar cerca de Tielves se anuncia un recodo etnológico, incitando a la indagación caminante.

Sin querer, me viene a la mente, como no puede ser de otra manera, que Santiago ronda ya por julio los nebulosos recintos de la niñez, atada al terruño amado de Figueruela. Vuelvo a los contraluces de parvas y trillos en los años prontos, en los que aquella tierra eclosiona con cada añada perfumes y sonidos, aromas intactos que añaden aliento al pobre aliento de la ciudad preñada de redundantes ruidos.

Figueruela de Abajo, en aquel tiempo, tenía piel de vida en los negrillos y las campanas en manos de mi padre hincaron su repique en la memoria para siempre. No podía imaginar, en aquel pasaje de credulidad e inocencia, que llegaría con extremada prontitud este tiempo, en el que los campanarios del alma voltean ternuras entre inciensos de jarales que embalsaman los posos profundos del recuerdo.
Remembranza de intangibles sombras, que permanecen cerca de los aperos dando vida a los lugares, a los retratos que cuelgan permanentes, del vacío sopor de la ausencia, sus voces; entrañable emoción, que surge intemporal para que sepamos que los nuestros jamás se han ido de la tierra, porque la tierra es el hábitat que nos acoge hasta ser el fruto en nosotros mismos en lo eterno.

No es difícil presentir a la abuela Gregoria atareada en la cocina avivando el fuego con el fuelle bajo el pote, y las primeras campanadas como aviso del festejo. Lenguaje del hombre y el tiempo, nexo común que madura sobre el paciente surco de la tierra amada.

La moral vigila la iglesia de Figueruela como huella de identidad que me resuelve los conflictos con el pasado. Ahí sigue cargada de lustros, testificando en silencio con su queda mansedumbre que allí, siendo un rapacico, me di cita con los rostros que regresan a la pobre memoria, recobrados como dondio almíbar en los adentros.

Me decía mi padre (refiriéndose a una corraliza abandonada a su suerte) que ciertas construcciones bendecidas con la ruina pueden recuperar en el futuro la vitalidad que ostentaron en tiempos anteriores. Son los ciclos caprichosos de la vida que, entre vaivenes, hacen resurgir el arraigo comprometido con nuestra propia supervivencia.

En mi último viaje a Figueruela de Abajo, no podía sospechar que me aguardaba, a parte de esa degustación del marisco de huerta que con tanto esmero cultiva mi primo Ricardo, un encuentro con el molino, que se ha restaurado en la Ribirica por un entusiasta grupo de gente, a la que hemos de agradecer su empeño en hacer que resurjan las señas de identidad que nos atan, por medio de la madre tierra, a lo que somos.

Para visitar el Castro y el Molino del Cura no podía tener mejor acompañamiento que el de mi prima Esperanza. Ella, con todo lujo de detalles, me explicó su funcionamiento, mientras pude observar la marca del humo que delata en sus paredes el cobijo invernal de quienes allí practicaron pacientemente la molienda.

Pero es julio y los cohetes, como un grito intemporal, anuncian a los pueblos cercanos que Santiago Apóstol está procesionando alrededor de la iglesia. Mi madre acaba de reñirme por manchar, con el alarmante jugo de la moras, la camisa recién estrenada, mientras mi abuela Rosa me regala la sonrisa más especial que nadie en la vida jamás me ha mostrado.

Es Santiago, ya digo, y ni este temblor de años puede impedir que me sienta como un rapaz, oyendo en el fondo de las otras horas la gaita de Elías…

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