6 de febrero de 2010

A CUENTO DE QUÉ

J. M. Ferreira Cunquero

Poco podemos decir ante la descomunal tragedia que una vez más nos sitúa frente a la obra natural con nuestra frágil perspectiva humana. Qué puede hacerse ante esa conmovedora quietud de la mirada que, más que mirada, es exclamación de injusticia, que ruge impotente ante la incontenible fuerza de un espantoso desastre sísmico.

Entendemos que la ayuda humanitaria, a pesar de todos los elementos contradictorios que resaltan ciertas actitudes repulsivas, más que necesaria es inexcusable.

Hemos de aplaudir y apoyar esta espiral de improvisaciones con fines recaudatorios, que ha surgido en nuestro país bajo un movimiento solidario, que nos obliga a sentirnos cercanos a la gente que sufre tan desgarradora desdicha.

Más allá del apoyo de los distintos países y salvando las dificultades y todas las críticas que surgen en casos como estos, donde el pillaje y las mafias meten el cazo, la ayuda particular, encauzada a través de las ONGs, sin la menor de las dudas es imprescindible.

Pero como siempre, ante estas desgracias inmensas, que ahondan nuestro dolor humano, aparece algún desacertado palabrero para dejar con su firma el impertinente contrapunto.

Las palabras del nuevo obispo de San Sebastián, por mucho que nos digan que han sido sacadas de contexto, son demenciales. Tan inoportuno desliz merecería algún tipo de comprensión si el prelado se hubiese arrepentido con humildad cristiana, lejos de achacar sus afirmaciones a contenidos teológicos o espirituales de un pastoreo, que bajo mi punto de vista no pisa tierra. Teníamos que haber escuchado en su boca la palabra perdón, por haber ofendido a quienes, de forma clara entendemos (y somos la inmensa mayoría de los mortales) que nada puede compararse con una de las tragedias sísmicas de mayor envergadura que hemos conocido. La muerte de miles de seres humanos no puede entrar en valores que atañen a las preferencias espirituales del individuo. Cualquier insinuación teológica al respecto sólo puede aumentar la confusión en quienes ni sabemos ya por dónde andamos cuando surgen estas proclamas inaceptables de los obispos.

Con Haití, solo pueden compararse los países donde las dictaduras aplastan la libertad del hombre con todo tipo de torturas y aberraciones; países y pueblos donde la muerte por el hambre y la enfermedad se pasea impunemente masacrando la dignidad humana.

Aquí, pese al sufrimiento que puede causarnos el paro u otras situaciones injustas que padecemos, seguimos aprendiendo a convivir bajo las reglas democráticas que en todo caso son las únicas que marcan y condicionan, más allá de las creencias, nuestros derechos y obligaciones. Creyentes o no, a Dios gracias, nos bendice la fortuna de vivir en un estado de derecho que en nada puede ser comparado con aquel lamentable país del caribe.

Pero lo más intragable de este asunto alcanza su cenit cuando la Conferencia Episcopal se vuelve a lucir, dando la nota, al poner la guinda de sus cuestiones en la tarta del oscurantismo, que valora con su silencio cualquier manifestación obispal.

Para darles de comer a parte… y meterse definitivamente en la militancia cristiana que nos aleje de estos trasnochados jerarcas, que una y otra vez nos revuelven las tripas cuando pierden el norte ante la golosa tentación de un micrófono. Nada que ver con el gran frente eclesial que se extiende por toda la tierra con sacerdotes y laicos que son el ejemplo del Cristo que vive con auténtica verdad y entrega junto al sufrimiento del hombre.

Lo importante sería (olvidando estas chirriantes anécdotas) que el frente humanitario, que suele despertar ante estos cataclismos, afiance su estrategia hasta que no haya lugar posible en el mundo donde sufra o muera el hombre a causa de lo que a nosotros nos sobra.

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