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| Dibujo:jmfc |
J. M. Ferreira
Cunquero
En esta pobre tierra, terca y abrupta,
se multiplican desde siempre los surcos que expanden zarzales e inmensa maleza
de dejadez, parsimonia y pasotismo. Solo cuando la zorra nos entra en el corral,
caemos en la cuenta de que somos meros comparsas o avezados palmeros de una
indiferencia que ha olvidado gritar desde hace tiempo, demasiado tiempo, nuestro
propio nombre.
Da lo mismo si el carromato nos
lo venden sin ruedas a la hora de confiar en quienes, desde la época del señor
Padre Putas, reciben la nómina (tiene wuewos la cosa) que pagamos por
dirigir y acomodar nuestro cabreo.
Pese a todo lo ocurrido con los
incendios de la Sierra de la Culebra (hogar de mi sangre y querencia) por mucho
asco y coraje que nos dé, el morral volverá a colgarse de los mismos hombros políticos,
con toda la casquería sorprendente y misteriosa de una desidia que una y otra
vez regalamos como si tal cosa.
Y es que aquí la tradición, como
una orquesta, toca los mismos ritmos políticos desde los años del longevo
Matusalén, mientras escuchamos la repetitiva canción de las cuatro ridículas
promesas, que una y otra vez acaparan ese voto característico que nos retrata
en la foto del nos da igual.
La sanidad pública marca y
enmarca a los culpables de su desastre con tanta certeza, que deberían ser
clara diana para disparar hacia ella nuestro descontento en forma de una
descomunal protesta, que al menos pueda paliar el daño que nos suministran en
bandejas estratosféricas de ofrendas y mentiras.
Sí, ya sabemos que la cosa
política en estos tiempos amontona a demasiados chupachollos en los
escaños de la incapacidad más alevosa de toda la historia de la joven
democracia que vestimos. Solo hay que abrir la hemeroteca de estos desastrosos
años, para descubrir que estamos rodeados de tracaleros y verdaderos artistas
de la insolvencia más absoluta que pudiéramos imaginar.
Cuando en urgencias una
amabilísima doctora te cuenta que ha de asumir dos o tres puestos de trabajo y que
posiblemente por tal cosa te ves aparcado en una procesión de sillas de ruedas
en un pasillo, te preguntas ¿de qué va esto?
Y si a esa amabilidad de los
sanitarios (cosa que reconozco con el mayor de los énfasis) la dejas en
evidencia con tus preguntas, te responden: No entendemos cómo no se
organizan ustedes para poner denuncias masivas contra este atropello que
estamos sufriendo todos.
La traca final estalla en el
menguado confort de uno mismo cuando te ves atrapado en las más que famosas,
redundantes y lamentables listas de espera. Cuando un especialista pone en sus
palabras una posible cirugía, los cachipuelos del acojono te
cercan como cosa natural gracias a la endeblez humana que nos bendice, pero
cuando te hacen saber que la prueba que ha de confirmar la sospecha del
dictamen lleva la indicación de preferente, respiras hondo sintiéndote un ser
privilegiado dentro de la inmensa enredadera público sanitaria.
Luego una borrachera de realidad
te empaña los cristales de la esperanza cuando te informan de que, por mucha
preferencia que conste, han de pasar un montón de meses hasta que llegue esa
prueba. Es entonces cuando dentro de ti prolifera un torrente de impaciencia
incontrolada y la mala leche se pone a cocer al pronto, promoviendo deseos de patear
tu sombra.
Otra vez alguien del hospital, a
través del teléfono, con un cariño y comprensión digna de ser resaltada, te
aconseja que, si te puedes permitir el lujo de llamar a la puerta de las
clínicas privadas, pases por taquilla para aminorar la larga espera que te
bendice como un cataclismo.
Entonces se te viene a la mente
una amiga que, con un cáncer de mama detectado, fue aparcada en una de esas
listas de la desesperación, viviendo varios meses de insomnio y miedo. Y vuelve
al recuerdo ese otro amigo de juventud que anda por ahí llevando desde hace
varios meses una bolsa de orina que le tiene sumido en las más oscuras y
turbulentas aguas de la impotencia. Y rescato de la memoria más reciente a otro
conocido que, soportando un dolor inaguantable, con continuas visitas a
urgencias, tuvo que esperar varios meses hasta que por fin pudo cruzar la
puerta de un quirófano.
Ante toda esta mierda sanitaria
que sufren profesionales y pacientes, ¿no es llegada la hora de que expresemos
el hartazgo que sufrimos?, ¿no sería ya el momento en que todos los que
formamos parte de esas insufribles listas de espera demos el golpe sobre la
mesilla de los culpables?
No es lo mismo asimilar fríos
números en estadísticas muertas y bien manejadas por las artes del engaño, que dejarse
ver en la calle miles de ciudadanos que con su pasta mantienen el tinglado sanitario
y a quienes lo desgobiernan.
Pero la realidad nos hace
reconocer que, en esta tierra, si fuésemos convocados a una protesta de pacientes
inmersos en esas alargadas listas de espera, como dice mi amigo y compañero de
fatigas, Heli primero el grande, volveríamos a reunirnos los cuatro solidarios amiguetes
que damos el coñazo desde siempre con la gaita protestona del cabreo.
Eso sí, vendrá cualquier chupachuflas
del montaje digital de las influencias y los paisanos de la cosa banal reventarán
la plaza con su multitudinaria asistencia, para reincidir en mostrarnos la lamentable
sociedad parasito cañí que nos bendice.

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