J. M. Ferreira Cunquero
Pensar que aquella ciudad ha sido
derruida me sobrecoge. En Alepo no fue dificil, como en la ciudad romana de
Damasco, dar con las claves de ese aliento de antiguedad que exhala con mimo la
historia, cuando esta es parte fundamental del trascurrir de los siglos.
Por sus zocos, posiblemente los más
extensos de todo el oriente, se regresaba a las épocas intocables de las
especias y gracias a los magnificos decorados, llenos de sutilezas y matices
podías adentrarte sin apenas esfuerzo, en los ambientes velados de las mil y
una noches. Aromas extraños de todo tipo de inciensos te hacían suponer vivencias inescutables que
encendían la ilusión de tornar, otra vez, a los regresos. Y en lo más alto como
vigía de la urbe, la impresionante ciudadela alzaba su frente para dejar
constancia del sello de su grandeza en el pasado glorioso de los Omeyas.
Pensar que aquellas callejuelas y
recintos llenos del sabor que antaño preñó la Siria espectacular por sus
riquezas patrimoniales han sido destruidas, es para que en lo más insondable
del alma se te revuelvan las tripas hasta sentir el repugnante asedio del odio.
Más si añades a esas magicas sombras y celosías los centenares de muertos que
injustamente alzan su voz sobre la faz de aquella bendita tierra.
Siria ya no importa practicamente a
nadie. Su grito se va apagando porque quienes encendieron la mecha del
polvorín, ya consiguieron el botín de la destrucción que buscaban. Solo era
eso, destruir otro mosquito cojonero que nos tocaba las napias en aquella
combulsa zona del planeta.
Nadie tuvo interés en parar el embrión
de la locura que fue convirtiéndose con el paso de unos meses en la gran
referencia, (asquerosa justificación humana) para toda clase de radicalismos,
sin olvidar el monton de mercenarios que llegaron desde todas partes,
contratados por siniestras mafias gubernamentales, que solo exiten para mover
los siniestros tinglados del caos y el desorden. Gente armada por los
auténticos señorones de la guerra que no son otros que los dueños del mundo.
Los mismos que liaron la madeja en Irak, Atganistan o en la churrería de la
abuela panocha.
Lo único que interesa es que no nos
preocupe que los culpables de estos genocidios una y otra vez se salgan con la
suya, porque la tierra es el feudo de sus caprichos y nosotros, meros monigotes
del gran deplorable guiñol de las estrategias.
El problema, el lamentable y duro
problema es que, miles y miles de muertos y desplazados claman justicia desde
la tierra siriaca y en los campos del exterior, cercanos a sus fronteras,
cuando nuestros orejones bien entrenados apenas escuchan ese clamor de
humanidad machacada.
Aquellos pobre niños seguramente han
vuelto a aprender la lección magistral, (dada por los mejores catedráticos de
las facultades fácticas del poder) que el odio en ellos debe surgir como escudo
protector contra quienes nacieron para destruirles la alegría infantil, uniéndose
a esa procesión de pequeños infantes del dolor y la tristeza.
Posiblemente Siria era un vericueto
hacia Irán, un paso simple hacia el país soñado por casi todos los que han ido
subiendo sus botas de Cowboy atolondrado sobre la mesa de los
paletos. Los mismos hijos de perra que provocaron las grandes masacres que
horrorizaron al mundo en el pasado, son los que ahora, camuflados se cobijan
bajo las banderas de la libertad y la democracia, intentando acometer, vestidos
de etiqueta, las mismas salvajadas.
El ser humano que nació accidentalmente
en la tierra objeto de las disputas petroleras, simplemente es un mero producto
desechable, que debe ser reciclado en las escombreras de la gran desvergüenza
humana.
El oleoducto nauseabundo unificado (ONU)
es la mascarada gremial que aplica su sordera convenientemente para no oír las
voces que, desde diversos lugares del planeta, exigen justicia contra algunos
de los miserables que tienen incluso, la impresionante cara dura de sentar sus
orondos culos, dentro de esa organización desorganizada.
Los inventores de las guerras no los
busquemos en los países arrasados, sino en el
patio de nuestra vecindad, donde los tipejos bien ataviados y con chofer
a la puerta de sus mansiones juegan sobre un mapa el manejo del mundo.
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