J. M. Ferreira Cunquero

El Valle de Oma es un pasillo hacia la ternura
de los verdes contrastes que se mezclan con inusitado mimo en la paleta
montañosa, vigía con celo del lugar más exacto para respirar con antojo la
belleza y la vida.
Seguramente Ibarrola puso en vigilia constante todas sus horas para observar con pasión ese marco del
valle donde la naturaleza adormece, viste y repone caprichosamente uno de los
espectáculos más impactantes que hayan logrado sobrevivir intocable ante el
desbocado carrusel de los siglos.
Desde ese primer y fugaz contacto con el hechizo
de aquellas laderas, no he podido olvidar el Bosque, su voz y sus miradas.
El
abrazo con volumen de las formas inquietas constatan el impulso dolor de un
hombre con fondo descriptible y palpable. Claridad que impregna con
desacostumbrado asombro, el Bosque que viste de sugerencias vitales
trascendental su argumento.
Quiero imaginar. Sueño con atisbar los primeros
momentos en que Agustín y su esposa Mari Luz, son coparticipes del prematuro
germen con el que las musas en ceremonia fraguan la pertinaz sensatez del
ingenio. Horas mágicas en que los dioses
mecenas del arte señalan y escogen para siempre a los elegidos. Deseo imaginar
a ambos en la soledad del monte escuchando el silencio, la evolución de las
formas al estirar por los troncos sus primeros abrazos, la inauguración con
perspectiva de las miradas que habitan la superficie espacial con etéreas
presencias. El pronto regreso del hombre que torna de los otros lugares donde
el tiempo escribe su historia desliz sin escritura ni sombras.
En las
quedas horas en que el bosque duerme, -yo lo he visto-, escalan los moradores
viejos de Santimamiñe tenazmente la quimera de Ibarrola. Sobre el cuadro
natural extendido, en halo misterioso la niebla entregada besa el paraje
preñando la estancia de sutiles encantos. Luego, despiertos tragaluces envían guiños desde el celaje a las confusas
y juguetonas veredas donde la ensoñación practica lenguajes ocultos con la
perenne hojarasca en los pinos.
Ensimismado en esa matinal
neblina que tiene empeño en desliar mimosas y endebles pátinas sobre los
árboles lienzo, comienza a despertar la vida. Los dedos rayas y multitudes de
musgos besos sobre la musical epidermis de la lluvia tenue, me hacen situar en
el epicentro de la mágica arboleda, donde los rasgos entonces se insinúan como
parte esencial del corazón abrazo del Bosque. La ilusión ramifica intensos
adentros. La intemperie besa resguardando como un tesoro del conjunto
arbóreo el alma matriz de la idea. El
Bosque de Ibarrola es una descomunal e indestructible pancarta, donde la lluvia
ácida sobre las cortezas oleos, o las
miradas luces sobre la vegetal tez de las coníferas telas, han puesto voz y
palabra en el grito de un hombre que no han hecho callar las pistolas del
miedo.
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