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Es cuanto menos curioso que algunos personajes después
de predicar que respetan los derechos de los homosexuales, luego con letra
pequeña escriban, que estos en cierto modo no padecen más que una patología que
los hace diferentes. Mucho peor es escuchar aquello de que la prueba de sus
afirmaciones está refutada por esos carrozas que salen al pronto de no se que
mueble para dar la nota de un comportamiento asquerosamente vicioso. Incluso
hemos podido llegar a leer que en la época franquista los gay y lesbianas eran
gente no sólo respetada y querida, sino que a través de aquella hermosa convivencia
social puede demostrarse que el régimen totalitario sabía guardar, dentro del
orden, por supuesto, una relación fraternal entre todas sus gentes. Vamos que
es el estado democrático el que lía las cosas especulando con los derechos ya
conseguidos con anterioridad en la época de la leche en polvo y el pan
“pringao” en aceite.
Lo paradójico debe ser, que algunos
tenemos otro tipo de imágenes en la memoria, no se si porque la cajonera del
archivo del “cocotero” nos ha guardado los papeles al revés o porque somos
sufridores de una enfermedad que vaya Ud. a saber donde podemos encuadrarla.
Al leer y escuchar estos días todo este
tipo de intolerantes afirmaciones, he rescatado del recuerdo una manifestación
de homosexuales que tuvo lugar en Barcelona a mediados de los años setenta.
Pese a ser la ciudad catalana un foco de reivindicaciones de todo tipo, aquella
protesta convocada por los sectores más progresistas de la sociedad catalana
terminó como no podía ser de otra manera, con chorros de agua, pelotazos de
goma y mamporros a discreción. Aquella tarde la experta policía armada a base
de porrazos deshacía la manifestación empleándose a fondo de una forma
espectacularmente dura. Mucho más. Excesivamente más, los antidisturbios se
emplearon a fondo con las personas que vestían de forma provocativa para
llamar, por supuesto, deliberadamente la atención en aquella tarde dominical
inolvidable.
Incluso dentro del movimiento sindical
y político de base sabíamos de sobra que en la Cárcel Modelo de
Barcelona los homosexuales, marcados despectivamente como “maricones” por el régimen
del nacional catolicismo, sufrían todo tipo de torturas mentales y físicas.
Mejor no recordar el trato que sufrieron en las comisarías especializadas en
cargarse la homosexualidad por medio de la brutalidad más asquerosa. Aquellos
hipócritas moralistas pensaban que esa forma distinta de ser y sentir algunos
seres humanos era un foco infeccioso que podría contagiar aquella sociedad
elegida por Dios para llevar a cabo el gran proyecto de la dictadura.
¿Como olvidar los experimentos de algunos
siquiatras del franquismo?, ¿Acaso es mentira que los homosexuales en algunas
espacialísimas cárceles españolas sufrieron la aplicación de métodos que
combinaban la visión de imágenes “indecentes” con espeluznantes descargas
eléctricas en las partes más sensibles del cuerpo? Aquellos malditos galenos,
lejos de la deontología médica, esgrimían un depravado instinto al creer que la
homosexualidad era poco más que un simple dolor de anginas.
De todos modos, lo trascendental es que
por estar en una democracia, los predicadores que manipulan desde los
anquilosados púlpitos del pasado aquel tiempo, cada vez van vaciando más sus
palabras. Los homosexuales, como debe ser, tienen todos los derechos en su
manos, igualándose por fin con cualquier ciudadano español que se precie de
serlo.
De ningún modo, entiendo, que se esté
atacando mi derecho a ser católico. Mucho menos que se esté destruyendo mi
familia, porque otros seres humanos vayan a unirse legalmente utilizando la
misma palabra que define mi unión a otra
persona humana de distinto sexo.
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