21 de mayo de 2012

ANCIANOS DE CARTÓN SUAVE




J. M. Ferreira Cunquero

            Seguimos empeñados en prefabricar este mundo bajo el perfume de los petrodólares y el ruido de los euros que chirrían en los lugares más deprimidos del planeta, donde el hombre es un individuo sin derechos, abandonado a su propia mala suerte. De todos modos es más fácil pensar en el tercer mundo para describir en nuestros internos deseos la falsa creencia de que aquí, en este primero de los mundos, vivimos como nos place. Todo porque tenemos dos monitores de televisión y un coche más o menos que puede competir con el último modelo que se compró el vecino del cuarto.
            Es muy sencillo dejarse llevar por el impulso de la maquinaria del consumo que mueve las piezas sociales, como si estuviéramos todos concursando en un “gran hermano” que nos incita a interpretar nuestro pobre papel de hombres vacíos. La sociedad lentamente ha ido levantando muros, que van separando lentamente a los individuos, de tal forma que una pantalla de PC y un teclado se van convirtiendo en sustitutos del roce con el amigo que nos puede dejar ver la ternura en los ojos cuando le miramos de frente.
            Vamos galopando en compañías ficticias por las praderas de los tiempos, que nos hacen creer protagonistas de esta historia que nos ha tocado vivir en los años de la mutación de valores y búsquedas que autoabastecen nuestro espíritu colapsado por el estrés y la prisa. Los cambios en este primer mundo mueven la máquina voraz del consumismo, que busca complacer los deseos con comodidades que no dejan de ser caprichos adaptados a nuestra forma de vida ultramoderna.
            Y claro, al estar organizada nuestra vida bajo estos parámetros de momento insustituibles, hemos modificado nuestro comportamiento, de tal forma que algunos aspectos humanos de la convivencia denuncian seguramente la frialdad típica de esta época. La peor parte de esa huida hacia los personalismos decorados insistentemente con las parafernalias “del tener”, las pagan entre otros nuestros ancianos, por formar parte de la estructura más débil, pero más certera al poner entredicho  nuestra gran organizada confusión social. Un anciano enfermo es todo un problema para quienes tenemos que usar nuestro tiempo medido al segundo, o cuando la agenda de nuestras aspiraciones exige que cumplamos metódicamente con nuestros compromisos vitalistas con el ocio. Divertirnos, para liberar la acumulación de los fatigosos enredos que nos persiguen el ánimo, es mucho más importante que mirar a quienes nos trajeron a la vida, porque es muy complicado someterse a su incapacidad demoledora.
            Es despiadado comprobar cómo en la época vacacional se aparca a los ancianos en los centros de salud. Es tan fácil conseguir un ingreso hospitalario cuando se tiene a la enfermedad como única compañera de viaje, tan fácil deshacernos de quienes nos rompen la armonía de nuestro derecho a vivir sin problemas, que estamos convirtiendo este mundo primero del capitalismo y las globalizaciones en un lugar que será extraño para nosotros mismos dentro de pocos años.
Nunca debemos olvidar que la vejez está detrás de una puerta que el tiempo nos abrirá de repente un día, sin que nos hayamos percatado de que nos movemos ya en ese borde que marca el final del breve trecho recorrido.
            Debe ser angustioso preparar la maleta para salir de esa casa, donde la vida acomodó esencias y rostros convertidos en retratos que cuelgan sobre paredes que ahora pinta en la oscuridad el silencio. Y estos ancianos, los de la maleta y el viaje mensual, son unos privilegiados cuando los hijos con todo esmero se adecuan a sus necesidades de convivencia y cariño. Tampoco causan mayor problema aquellas personas mayores que, disfrutando de sus facultades mentales a pleno rendimiento, deciden entrar en residencias donde se colman todas sus aspiraciones y necesidades.
            El problema, el increíble problema de nuestra sociedad son los ancianos olvidados a su suerte. Todos aquellos que viven y padecen la enfermad en solitario, sin nadie que les arrope con un poco de cariño el dolor que se les acumula en el alma. Aunque el código civil obliga a que se cuide a los progenitores necesitados de ayuda, ¿cómo va a denunciar un padre o una madre a un hijo por falta de atención?
            Todo se complica en estos hormigueros de frialdad y hormigón con los que hemos ido deshumanizando las ciudades, permitiendo que sea más certera la soledad que embarga a quienes se encuentran, por circunstancias de la vida, solos.
            Aunque los ayuntamientos y los servicios sociales dependientes de las comunidades autónomas, en esta materia van dando pasos, éstos son todavía tan cortos que estamos lejos de solucionar esta problemática que, seguramente, muchos de los que hoy estamos disfrutando sanos la mediana edad de la vida, padeceremos impotentes en apenas unos años. 
Sólo hay que comprobar las listas de espera que tienen las residencias solventes y fiables de ancianos. Otras por su precio son impensables para quienes tienen míseras pensiones, que injustamente resarcen el montón de años de esfuerzo, que fueron fundamentales seguramente para lograr lo que ahora todos disfrutamos. De este modo fluctúan, apareciendo y desapareciendo, esos sórdidos antros residenciales donde se trata a nuestros ancianos cual si fueran carne de cartón para el desecho.
 Esta brutal deshumanización que nos conmueve  (sobre todo cuando se denuncia en TV y vemos las dramáticas imágenes) consigna la sonada carencia de lugares precisos para que nuestros mayores vivan con dignidad bajo el derecho universal que les asiste. Su fragilidad para defenderse ante las dentelladas de la vida debe exigirnos a todos la rotunda respuesta de compromiso, que busque conseguir que nadie, por razones de edad, sea abandonado a la soledad  o al silencio. Tampoco deberíamos olvidar que son precisas ayudas claras para quienes están dejándose la piel y la salud por sus mayores. La demencia senil o el Alzheimer examinan, de una forma contundente, la salud familiar en esa respuesta única y contundente que debe sustituir la falta de medios institucionales.
 Algo más debemos dar de nosotros mismos, si queremos erradicar estas contradicciones que delatan, en el escaparate social, las vitrinas constantes de las incongruencias que resaltan una deshumanización encubierta.
            La falta de respuesta que debe darse y exigirse a las instituciones va supliéndose a base de parches y compromisos de gente entregada a darse a los demás, como pueden ser los grupos parroquiales que, desde la Iglesia, tratan de suplir, con sus actividades y visitas, la soledad de los ancianos. Los centros de día en las ciudades, por otro lado, demuestran su indiscutible labor en este campo. Pero nos falta mucho por hacer en este camino que se enrosca en las dificultades, propias de una sociedad que busca continuamente en las respuestas materialistas el sosiego de sus interminables carencias.
El progreso y el avance hacia todo tipo de metas y conquistas seguirá marcando las pautas de una globalización emergente, que busca resistir los envites del futuro, dentro de las coordenadas más solventes de la actividad económica. Problemas como la soledad, el abandono, el hambre o la injusticia seguramente sean pequeños costes asumidos que no trastocarán los planes indestructibles de los poderosos hombres del planeta.







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