2 de marzo de 2010

HEDOR A OPORTUNISMO

J. M. Ferreira Cunquero

Un camionero contaba no hace mucho, en un programa radiofónico de los que reúnen millonarias audiencias, una historia de la que había sido protagonista. Su relato daba a conocer una de esas colaboraciones humanitarias, que sirven para que algunos pavos se den un atracón de apariencia en el gallinero social.

Por otro lado, este aspecto contradictorio de las movidas solidarias, que generan ingentes cantidades de productos o dinero, no puede ni debe menoscabar nuestro apoyo a quienes sufren, en cualquier lugar de la tierra, un desastre de la magnitud del de Haití, por poner un ejemplo.

A lo que íbamos. Resulta que, el conductor profesional fue contratado para la realización de un viaje con un espectacular cargamento de galletas donadas por una conocida marca española. En principio, podíamos estar ante un gesto humanitario impoluto, que trataba de ayudar a la pobre gente que acababa de sufrir una guerra brutal.

Lo primero que hubo de hacer nuestro protagonista fue pintar el camión, destacando en grandes rótulos y dibujos el nombre de la galleta. Después no recuerdo si, cargado o no, tuvo que hacerse una impresionante tournée por diversas provincias españolas, donde los medios informativos, con la fotografía del trailer a gran tamaño, daban fe de la piadosa acción de la fábrica galletera. Una propaganda que, haciendo alusión a la generosa iniciativa, aprovechaba el gesto como tirón, en la búsqueda del lógico beneficio que puede sacarse de una campaña publicitaria bien hecha.

Pero esta parte, hasta cierto modo comprensible, carece de importancia si la comparamos con lo que desgraciadamente iba a ocurrir después, y de lo cual la empresa española lógicamente no tiene culpa alguna.

Los repugnantes hechos de aquella misión se fueron sucediendo en las diversas fronteras por las que tuvo que pasar el trailer español. Bajo el ridículo pretexto de unos extraños controles, fue mermando la carga, al irse requisando una parte de la mercancía.

El camionero daba fe de cómo las distintas policías o interventores iban recogiendo la cosecha de una forma descarada.

Cuando, por fin traspasó la última frontera, (refería el conductor con cierta retranca) empezó a sentir cierta seguridad al verse escoltado por una pequeño convoy de vehículos militares. Pensaba que por lo menos el género, que había resistido los claros requisamientos de tanto sinvergüenza uniformado, iba a llegar por fin sin más problemas a su destino.

La tranquilidad momentánea del conductor fue truncada, cuando el camión fue desviado a una zona abrupta y bien resguardada, donde los mafiosos soldados derivaron el contenido a los camiones del ejercito, dejando -eso sí- entre asquerosas carcajadas su firma de desalmados.

El camionero describía que se le vino el alma al suelo cuando vio, al fondo de la colosal caja de su trailer, aquel ridículo palé con unas cuantas cajas de galletas. La última parte del rocambolesco recorrido de nuestro hombre fue una aventura hacia el desánimo que aviva la impotencia, cuando el abuso del poder y el ronroneo de las mafias nos atizan bocados indecentes en lo que más nos duele.

La experiencia del camionero terminaba insinuando que, la sensación humillante que había padecido por los distintos países, a la firma galletera le importaba un pimiento. El fin primordial de aquella donación alimentaria no era otro que el de marcarse una buena campaña propagandística, aprovechando el tinte humanitario que suele quedar fetén en las soñadas carteleras del propagandeo.

Aunque pudiera servir, este episodio nauseabundo, para suponer lo que ocurre en algunos casos con la corrupción que olfatea la ayuda internacional, no es menos cierto, que nuestra colaboración sigue siendo imprescindible, incluso más allá de los compromisos gubernamentales, que a veces no pasan de ser mera palabrería.

Publicado en El Adelanto de Salamanca 25.02.10

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