MÍSERA TELEVISIÓN
La cosa más zafia y más
tonta de la casa, es ese cubo de la basura que
vomita banalidades desgastándonos el tiempo. La televisión, por más
canales que le pongan y por más variados que nos parezcan sus contenidos, una
vez encendida, suele convertir, la mayoría de las veces, la oferta de su
escaparate en una catequesis programada para manipular deseos, y sobre todo
dirigir subliminalmente la opinión moldeable de las multitudinarias audiencias.
Algo
debe tener en su raíz el cajón atontado de colorines, cuando los grandes
capitales y los gobiernos de turno lo dan absolutamente todo por tener el
privilegio de rellenarnos el hueco vacío del ocio.
La
programación repetitiva, nauseabunda y
de mal gusto porta la impregnación de los tiempos que corren. Factores como el
individualismo o la incomunicación fomentan ese atolondramiento de orejas que
se estira por los sofás de las casas al anochecer y esa entrega en los brazos
de la comodidad que entraña el que otros piensen por nosotros. La abusiva
falacia de interminables anuncios que, a base de fotogramas concienzudamente
estudiados, intoxican el cerebro, son un auténtico atentado a la dignidad de
las personas muchas veces, y otras un flagrante delito contra la libertad de
los más pequeños, que comienzan irremediablemente su andadura como consumidores
de televisión y claros aspirantes a ser futuros adictos de la magia perversa
del tubo incendiario de la cosa creativa.
Pero
el problema no es la
televisión. El problema es quienes manejan el cable desde los
grandes y enmoquetados despachos. El problema es esta sociedad voluble y
apática que altera los escaños en su escala de valores, bajo el lamentable
pretexto de que no puede pararse el futuro, aunque éste demande que traicionemos
las esencias más puras del ser humano.
Toda
esta amalgama de terrenos cultivables que esperan la simiente, posibilita que
tengamos la zafia, hortera y demencial
televisión que padecemos. El consumismo, como espectadores pasivos del
engendro, es el que protege y monitoriza esa programación y contraprogramación
que basa su cualidad y escasísima calidad en los porcentajes de audiencia. De
sobra saben, los siniestros diseñadores de nuestras horas televisivas, lo que
vale en número de espectadores media teta en formol de la Montiel, o todo lo
que disfruta el personal enterándose, por fin, de que el padre de no se que
criatura es un señor bien “peinao” de “baltasar de las bellotas”. Gentes que
van arrastrándose por los programas estiércol de las distintas televisiones,
revendiendo la poca dignidad que les queda. Perversos padres que venden la
intimidad de sus hijos, hijos mal nacidos que traicionan a sus progenitores por
unos miserables euros, amoríos de encargo que ansían formalizar sus miserias
para destripar la dignidad humana bajo el auspicio embaucador de un cheque. Cámaras
ocultas que desentrañan ridículamente, con escándalo incluido, la vida de los famosillos ninot que, luego,
gracias a nuestra colaboración cuando encendemos la pantalla muradal, ingresan
más parné. Ese es en el fondo el
problema que suscita esta invasión de necedades que nos cercan (parece mentira)
desde un cajón que se ha convertido en un vinculo especial que entreteniéndonos
nos adormece la
conciencia. Si fuésemos capaces de percibir que detrás de esas programaciones insufribles
están escondidos los tipejos que manejan los hilos de nuestro mundo, el “cubo de la porquería”, seguro que lo
pondríamos en el lugar que le corresponde.
Si
eligiésemos bien dentro de la oferta que se nos ofrece, -cosa casi imposible-
la televisión no sería ni tan mala ni tan perversa. Pero lo que sí podemos
tener claro es que, aunque tenga más de mil líneas la pantalla, muchas,
muchísimas más y con mejor definición las tienen las páginas de un buen libro.
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